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Reflexiones, poemas, escorzos de vida, fe de lecturas, noticias de amigos... No pretende ser un desahogo, más bien un diálogo. Un demorarme en el resplandor de nuestra existencia. Y en su literatura.


domingo 28 de febrero de 2010

Una biblioteca en condiciones



Cualquier acumulación de libros no sirve. La bibliomanía puede confundirnos, engatusándonos con raras ediciones o similares caprichos. La calidad es el objetivo primordial. Debe existir una selección. Por mínima que sea. Algo que permita pensar, a quien escudriñe en nuestra biblioteca -por sus libros los conoceréis-, que detrás de esa infinidad de volúmenes hay una voluntad de excelencia, un criterio intelectual que rige nuestro afán. En definitiva, que hay un alma que anhela la pasión por la verdad y por la belleza. ¿Para qué conservar libros superfluos que posiblemente no vayamos a leer de nuevo, o esos otros de ocasión que llegan en un constante aluvión adventicio?

No caigamos en la bibliolatría y su enajenamiento. Al fin y al cabo es una variante más de la constante tentación que padece el hombre por ir acumulando cosas. Tener, tener, tener. Traperos de la insignificancia, apegados a una ilusión predifunta. Por más encuadernación campanuda que tenga. Uno también ha pasado por ese amancebamiento de primeras ediciones, sofisticadas ilustraciones o dedicatorias miríficas, en un coleccionismo que se atasca en la manía. Cuentas tus libros, los acaricias más que a tu propia mujer, indagas en su aroma, rodeado siempre de catálogos en donde poder encontrar esa pieza laminera que buscas desde hace tiempo. Y lo que son las cosas, cada vez lee uno menos, títere de su propia extravagancia.

Nuestra biblioteca nos define. Es autorretrato certero. Los autores más diversos van desgranando su poso en los anaqueles de nuestras vidas. Pero no vivimos solos. Poco a poco los hijos, o los nietos -cuidado con ciertos amigos que después no devuelven lo prestado-, irán fisgoneando, en el loable intento de saciar esa curiosidad que nunca abandona a los grandes devoradores de libros. Y eso es lo mejor de todo. Ver que nuestra biblioteca nos trasciende y sobrepasa. Por eso -y por espacio y por sentido común y por sensibilidad crítica- es conveniente quedarnos con aquello que releeríamos de nuevo sin dudarlo. La selección nada tiene que ver con la censura o con prejuicios varios. No se trata de ser pacatos. Diría más bien que se trata de una responsabilidad intelectual y estética. Se trata de que en nuestra casa habiten los mejores libros, aquellos capaces de educar en libertad nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Para que esa biblioteca sea una biblioteca en condiciones, articulada en el discernimiento de lo cabal.

Me siento ante ella, ante mi biblioterapia. Cada libro me indica un remedio, el mensaje de una prosodia intemporal. Soy personaje de sus aventuras, grafía de su elegancia, intérprete que descifra con agasajo el más nimio matiz de su poesía. Ya lo dijo Ortega: “La felicidad es una dimensión de la cultura”.

sábado 27 de febrero de 2010

El hombre vive de lo que trasciende



Asuntos trascendentes que necesitan ser trascendidos. De eso va en realidad la vida, o debiera ir. De lo que vemos y hacemos y queremos y escuchamos y acariciamos y pensamos; en definitiva, de lo que somos, elevados a la categoría misericordiosa e infinita del amor de Dios. La vida va de lo que intuimos que es la felicidad y de su constante búsqueda. Va la vida de la Vida que se prolonga más allá del dolor, de la enfermedad, de la pobreza y de la muerte. La vida va del misterio que somos: cuerpo y espíritu. Raciocinio y pasión. Contemplación y análisis. Va nuestra existencia de la duda y de esa inclinación hacia lo eterno. Va de las apariencias y de la conciencia más íntima del yo, y del otro. El hombre está llamado para trascender las cosas, desde lo más vulgar a lo más elevado. Estamos hechos de un radical inconformismo: no nos llena cualquier bobada. Será el alma. Será. ¡Es! Vivimos inquietos e inciertos. El placer nos aboca a una nostalgia de algo más pleno. Escribió Chesterton que “el mundo apenas tolera lo que no sea una moda o un olvido”. El mundo, ese conglomerado de insustancial esparcimiento que se desvive por nada. Pero el hombre, cada uno, sabe que su vida quiere ser algo más que esa abulia. Porque es insoportable vivir sin trascender la vida, la rutina, lo que se hace, lo que se tiene, lo que se es. El hombre es, y por lo tanto sueña, quiere sustanciarse en algo mejor, renovado. Añora la pureza original, sin querer reza mientras respira o incluso mientras blasfema o bosteza. La belleza nos conmueve (contemplar es mirar con amor): contemplamos el cielo, el mar, las estrellas, los ojos amados… O las obras de arte que salen de nuestras almas y manos. Sentimos la ternura del Hacedor, sentimos que toda esta maravilla no se puede perder así como así en la cronología de los calendarios, y que la Historia no es un destino ciego que va dando tumbos. Por eso recordamos y se nos llena a veces el corazón de melancolía. Por eso necesitamos de la literatura, sin ir más lejos. O de la música. Hay algo, hay Alguien, que nos da la vida, que “memoriza” nuestros actos y deseos, que nos escucha. La vida es un don, un privilegio cada uno de sus días. Y vienen las preguntas y las heridas, y la constatación de un hecho: no puede ser mi vida sólo su superficie, sólo esta servidumbre o un congénito desdén o los ruidos. Existe una profundidad, un buceo en Dios (de una u otra manera); y por lo tanto un constante descubrimiento. La vida nace en cada instante, pero no es sólo cuestión de tiempo. La vida no quiere morir, se empeña en todo lo contrario. Y es que el hombre vive para Vivir, vive de lo que trasciende. Arraigado en el corazón está el anhelo de lo que permanece, está nuestro destino eterno.

viernes 26 de febrero de 2010

Una fotografía azul





El cielo y el mar. Y tú,
nítida de luz, de vida.
La blusa estampada de flores,
y esa falda de brisa
que en tu mano recoges
con gesto de ola.
El cielo y el mar. Y tú,
amor, tan pura.
Como ese azul que te salpica
de luz y espuma.
Amor, mi amor,
que resplandeces en esa alcoba
donde flota la mirada
y el lenguaje
es un temblor de agua.

jueves 25 de febrero de 2010

“Fabian”, de Erich Kästner



A mediados de los años 30 del interminable siglo XX (y digo interminable por lo catastrófico y criminal, por la estela de terror que fue dejando a su paso), un escritor alemán llamado Erich Kästner (Dresde 1899-Múnich 1974) comenzó a escribir una novela que al principio tituló explícitamente De camino a la puñeta, y que luego pasaría a denominarse con el nombre de su protagonista principal: Fabian. Ahora acaba de ser publicada en España -muy bien traducida por Miguel Ángel Vega Cernuda-, con gran perspicacia dicho sea de paso, por la editorial Minúscula; que cada vez, y perdóneseme la expresión facilona, es más mayúscula en su proceder. A sus títulos me remito. La lectura de Fabian es una lectura completamente contemporánea a nuestras vidas y pesares. La sentimos tan cercana que llama la atención la clarividencia del autor, la universalidad del texto. Estamos ante toda una denuncia moral de la indecencia política y social de aquella Alemania (pre)nazificada, pero también de toda indecencia. “Los razonables no llegarán al poder, y los justos menos aún”. Porque salvando las distancias el fondo de la cuestión sigue siendo el mismo. Lean (aquí tienen ustedes escrito el quicio de este libro y algo más, que de la misma manera afecta a nuestro hoy más inmediato): “querer solucionar la crisis actual desde el punto de vista económico, sin antes tratar de renovar el espíritu, es pura charlatanería”.

Quiero llamar la atención sobre este libro, aunque en ocasiones no se ahorre al lector detalles escabrosos y duros de una realidad escabrosa y dura. El personaje, Jacob Fabian, nos va mostrando el teatro, la comedia y el drama del Berlín de los años 30, del no va más de la modernidad y del conocimiento. Nos enseña la decadencia, la estulticia, la lujuria, el paro, la insensibilidad imbécil del hombre cuando vende el corazón al mejor postor, cuando desecha su alma y la tritura entre desperdicios. Toda realidad cultiva su esperpento, su caricatura. Kästner se muestra cáustico (a veces con un humor negro), irónico, satírico. Advierte, intuye, con ese poder clarividente y visionario que siempre tiene la mejor literatura. Fabian es un hombre decente, honrado, pero no es ningún santo. Y a través de él, en una narración para nada espesa, reflexionamos sobre dicha inmoralidad que, hoy como ayer, corroe los cimientos de nuestra existencia y convivencia. La soberbia puede no dejar ver la miseria moral, viviendo en un frenesí suicida. Leo: “Todo lo que adquiere una forma gigantesca puede impresionar; también la estupidez”. Y leo un poco más allá: “No pereceremos por el hecho de que algunos de nuestros contemporáneos sean especialmente infames, ni tampoco porque algunos de estos individuos sean precisamente los que administran nuestro globo. Estamos pereciendo a causa de la pereza de nuestras almas. Queremos que esto cambie, pero nosotros no queremos cambiar”.

La denuncia de Erich Kästner es brutal. Contempla y saca conclusiones. La llamada de atención es clara. Para él y para nosotros. Su argumento nos estremece. Es el vicio del vacío, la huída hacia adelante. Las componendas ya no sirven. Ni sirve cerrar los ojos a una realidad en gran medida putrefacta. El autor está diseccionando una sociedad más muerta que viva. Y así la cuenta. Del todo punto fascinante esta obra. Berlín 1930. O Madrid 2010. Aviso para navegantes. La literatura trasciende espacio y tiempo. Y permanece su mensaje, su arte, el argumento de las almas de los hombres. No todo son malas noticias. También existe el contraste de alguna luz, de cierta esperanza. “Yo observo y espero. Espero la victoria de la decencia, para después ponerme a su disposición. Pero espero como espera un milagro un ateo”. Lo digo y lo repito: lean, reflexionen. Fabian es una novela muy por encima de la media; fue escrita para unas circunstancias muy concretas, pero es lo que tiene lo bueno en esto de los libros: uno siente que ha sido escrito para él, para su tiempo.

miércoles 24 de febrero de 2010

Melancolía en tonos verdes (casi un relato)



Pablo se imaginaba siempre la felicidad de color verde. Inmensos prados y arbustos y bosques. O un pequeño jardín donde sentarse a inspeccionar la vida. Abandonar aquel piso alquilado de una vez por todas, un lugar que sentía que le asfixiaba el alma o lo poco que iba quedando de ella. Dios, de existir, era un color; un solo color: el verde. ¡Qué imperfecto y tétrico era todo lo que veía! Le costaba respirar, mantener un mínimo de orden y cordura… Irse. Esa era su esperanza. Irse, marcharse de una realidad que sólo podía ser una mala broma. Pero antes pensar, programar el destino de sus sueños. ¿Dónde ir? E imaginaba el norte de cualquier sitio. Extensos campos, vaguadas y colinas. Todo verde, la presencia continua de Dios en su mirada. Ser creyente, sin asomo de sombras, de grises o de dudas. Y ver cómo se acerca la lluvia, y sentir las primeras gotas.

Pablo no era feliz. Sus compañeros de trabajo se lo decían, y se lo decía su casera. Era un diagnóstico fácil. Bastaba con mirarle. Insistían. Vacaciones o chicas. Esa era la panacea. ¿Y después? Después la amargura del regreso o el acíbar que deja el sexo desnudo de afecto. Era todo mentira, una pantomima de proporciones muy tristes. Él necesitaba algo más definitivo, no volver a ver lo que veía por entonces. No volver ni por asomo a la misma desdicha. Pero fue transcurriendo su vida. Entre sueños y rutinas. Le gustaba ver el fútbol o el rugby por televisión, sin sonido. Sólo por ver el césped. O algún documental que le mostrara un atisbo de felicidad, lo que fuera. Ya ni siquiera leía. Fue perdiendo el hábito y las ganas. Utilizaba los libros para guardar entre sus páginas briznas de hierba, hojas o pequeñas flores. Eran signos de su fe maltrecha. Promesas que acariciaba con torpe melancolía.

Un año cualquiera alguien le envitó a un viaje. Llegaron hasta el mar y giraron a la izquierda. Todo era verde. El amanecer era verde, la luz, unos ojos que vivían cerca de la casa... Pablo miraba el paisaje conteniendo el aliento. Paseaba por los caminos, se agachaba para acariciar la hierba y los helechos, o se embelesaba en el líquen o en el musgo, o saltaba para tocar con la punta del alma esa hojas de los árboles que le salían al paso. Se tumbaba de repente o corría abriendo los brazos hacia el horizonte... Después de unos días volvió a lo de siempre, tan gris y anodino. Y cerraba los ojos para ver, para comprender que a pesar de todo la esperanza era posible y la felicidad era la vida vestida de verde.

martes 23 de febrero de 2010

Toda una vida




El sol abriga la mañana.
Una jornada más de palomas
batiendo la luz con sus alas.
Las terrazas donde están los anuncios
de una vida mejor, sin esfuerzo.
Los de abogados y dentistas
y unos masajes para el alma.
El paseo, el aire, las ramas.
Las persianas de las tiendas
y unas chicas que suspiran y expiran
su amor junto al humo de un pitillo.
Mujeres en las ventanas, ebrias de sueños.
Plazas que giran como tiovivos.
El agua quieta de unas fuentes.
Las mismas calles de la infancia,
la mano de mi abuelo, las notas y el balón
que rebota en las paredes del tiempo.

lunes 22 de febrero de 2010

¿Puede un inútil llegar a tanto? (Retrato de época)



Un inútil puede ser eficaz para otros muchos inútiles, tan necesitados de solidaridad y liderazgo. Y ejemplo. Eso para empezar. Y desde la inutilidad asombrar a muchos otros, que viven todavía descarriados, y demostrar que ser inútil tiene su trajín, que no es cualquier cosa ni moco de pavo, y que da buenos resultados. La inutilidad lleva consigo grandes dosis de dedicación y ejercicio. Es toda una cultura, una forma de ser, una pedagogía contagiosa. Claro, aquí todo el mundo es muy listo, o eso se creen, pero triunfar siendo inútil eso es lo que verdaderamente tiene mérito. Lo fácil es lo otro, con esa grandilocuencia virtuosa y sabionda y pedantorra que piensa que todo lo sabe y que luego resulta que es la mitad facha(da), además de tediosa. El apogeo de lo que llaman excelencia o profesionalidad está en las últimas. Ya era hora. Era otra de esas burbujas sobrevaloradas que por fin explota. La gracia está en vivir bien y prosperar siendo un declarado inútil. No tiene nada que ver con ideologías o títulos académicos. Porque es necesario, hoy más que nunca, reivindicar el prestigio de la inutilidad. ¿Por qué va a ser un castigo o una desdicha? Que ya está bien de intolerancias. Ser inútil es una opción tan libérrima y digna como cualquier otra. Ser inútil no es un capricho ni es indigno. Es algo exigente. Exige tiempo, dedicación, constancia. Y sin embargo se desprecia, sin percibir su grandeza. El mundo necesita de los inútiles si quiere saber hasta dónde llega su paciencia, o la devoción de sus vecinos, o la deuda, o el déficit. En fin, si quiere progresar como es debido. Porque progresar es equivocarse a conciencia. ¿No se dice que equivocarse es de sabios? ¿O era rectificar? Se coge lo que interesa. Equivocarse y no rectificar. ¿Hay algo malo en ello? Pues ahí está el esfuerzo y el tesón del inútil. ¡Hay tanta incomprensión! El inútil es un hombre que, en su ámbito, no se arruga y mantiene el tipo. Desprecia el desprecio y es capaz hasta de llegar al gobierno, ser un icono televisivo o ser el núcleo duro de unos sindicatos cualquiera. Es un hombre decidido, aunque no haga nada o lo haga mal. Con su actitud abierta, vibrante y campechana hace ver que la inutilidad es un privilegio hoy en día. Y que dure. ¿Qué mayor gozada que disfrutar de la vida sin complejos ñoños, como un ser vivo que no se avergüenza de sus carencias? El inútil está consiguiendo por fin lo que se merece, por méritos propios. No hay oposiciones que le frenen ni elecciones que no ganen ni desafíos que no acometan. Y si no saben se lo inventan. La gente puede que no se dé cuenta, pero les quiere, y les vota. ¡Qué vocación tan prodigiosa, qué orgullo! Ser inútil, y que rabien.

domingo 21 de febrero de 2010

“Más de 200 respuestas a preguntas que usted se ha hecho sobre la fe, la moral y la doctrina católica”, de Jorge Loring S.I.



A propósito de la Iglesia Católica hay un asunto que destaca en casi todos los que la vilipendian y también en muchos de sus miembros: la ignorancia. Lo católico merece todo tipo de escupitajos y opiniones groseras y absurdas; sin razonar en exceso no vaya a ser que cunda el ejemplo. Y, como digo, para un buen número de católicos formarse en su fe es algo que ni se plantea, no hay tiempo para eso; y desde la primera comunión lo frecuente es estar ayunos de estudio en lo que respecta a la doctrina, en lo que respecta a lo que se cree o se dice creer. Es decir, un cúmulo de despropósitos e incoherencias, en un llamativo raquitismo espiritual. En aquellos que se meten con la Iglesia Católica suele haber un fondo de rencor -el motivo cada uno lo sabe- o una serie de complejos; incluso pienso que hay una específica patología y metodología; además de que este tipo de cizaña genera abundantes réditos económicos y hasta políticos. Por otra parte, ¿cuántos católicos rezan?, ¿cuántos, por poner un ejemplo, somos capaces de recitar el Credo de memoria? ¿Las imágenes se adoran o se veneran? ¿Por qué es racional la fe? Son muchas las preguntas.

La ignorancia hace estragos. Escuchamos y leemos barbaridades, que pasan por ser verdades sólo porque lo ha dicho tal tipo o lo ha editado tal periódico. Los católicos somos los que más culpa tenemos de este fiasco. No sabemos responder como se debe a las invectivas contra la Iglesia, o ni siquiera a la pregunta confidencial de un amigo. ¡Menudos hijos! Nos faltan las nociones más básicas. Dedicamos tiempo a lo que nos preocupa. Pero por lo visto nuestra fe en Cristo no entra dentro de esos parámetros. Bah, Dios ya sabe que le quiero y me lo perdona todo. Hablamos de tú a tú, sin intermediarios. Y tampoco es para tanto, no hay que ser fanático ni puritano. Y ahí nos quedamos, contemplando el manso vuelo de las avutardas desde nuestras vidas, tan conformistas, con cierto punto lelo. Deberíamos preguntarnos: ¿Cómo es mi currículo en lo que respecta a Dios y a mi fe en Él? ¿Le he dedicado algún curso de algo, un máster, un ciclo de conferencias? ¿Leo la Biblia con frecuencia, o le echo un vistazo al Catecismo de la Iglesia Católica? ¿Me preocupo de leer algo de historia de la Iglesia, o de estudiar un poco de accesible teología moral, con la que está cayendo? Recomiendo leer Moral: el arte de vivir, de Juan Luis Lorda (Palabra). ¿Consulto lo que no sé, tantas dudas como tengo, o me dejo llevar por la abulia del tiempo y una ignorancia culpable?

Pues para este tipo de consultas hoy no hay excusa posible. Sobre todo Internet ha logrado que mucha gente entre en foros donde especialistas católicos de solvencia, puedan responder, aconsejar, ilustrar y consolar. Por ejemplo http://www.es.catholic.net/ es una página modélica en este sentido, y otras parecidas, como http://www.spiritusmedia.org/. Puedo dar fe de ello, y constato la grandísima necesidad que existe entre tantos cristianos por saber qué hacer, por distinguir, por ser escuchados. Y el libro Más de 200 respuestas a preguntas que usted se ha hecho sobre la fe, la moral y la doctrina católica, del prestigioso Padre Loring (Vozdepapel) nos ofrece impresa una selección muy bien escogida sobre cuestiones de la máxima actualidad. Preguntas de cristianos normales y corrientes que ponen sobre el tapete dudas, curiosidades, problemas, etc. Interrogantes que nos puedan afectar y que podemos consultar en el ilustrativo índice. Sobre la Virgen, sobre el alma, sobre la Iglesia, sobre el pecado, sobre los mandamientos, sobre la masonería… A pie de página se nos ofrece bibliografía que el autor ha utilizado y que puede sernos muy útil para ampliar el tema que nos interese. De todas formas, y para posibles reediciones, no estaría de más añadir un capítulo aparte con un más amplio y claro dispositivo bibliográfico.

Como es natural en este tipo de foros las respuestas la mayoría de las veces no pueden ser muy extensas y tan exhaustivas como se quisiera. Aunque siempre con el debido rigor. Pero eso mismo hace que el libro resulte ameno, de ágil lectura, como si conversáramos con un amigo que satisface nuestra curiosidad o solventa nuestra duda. Ojalá sirva también de acicate para un mayor compromiso, para que nos tomemos nuestra fe completamente en serio y con madurez intelectual y espiritual, que ya va siendo hora.

sábado 20 de febrero de 2010

José Hierro medita antes de volver a casa





Yo: un montón de otros muchos yoes
que quisiera ser o que ya fui
en algún lugar dentro de mí
o en remotos abismos y bares.

Yo mismo quizá en otro siglo
que soñé o que no recuerdo ser.
Yo, a la expectativa de mí, soy
tan sólo la sed de lo que escribo.

viernes 19 de febrero de 2010

La obsesión del sexo y demás comadres



Es una auténtica obsesión. Por cualquier lado nos asaltan sus libidinosas comadres. El impudor es ya una costumbre. Sexo libre, negocio increíble. Por doquier. Mujeres y hombres derrochando por el cieno sus almas y la dignidad de sus cuerpos. Con absoluta bellaquería nos encadenan al instinto. Se enaltecen los actos más viles. Llaman amor a lo que siempre ha sido lujuria. La palabra amor es el último resquicio de civilización que nos queda. Y con ella intentan justificar el desmadre. Culto al cuerpo en el templo de un refinamiento narcisista. La inteligencia anda en pelota picada, desnuda de todo aparejo espiritual. Como mucho en tanga posmoderno. El proceso cognitivo se ha transmutado en un gregarismo coitivo. Es la dictadura de la apetencia, del placer inmediato. “Sex food”. Entre lo absurdo y lo trágico. Entre lo irracional y la mentira.

La reproducción del ser humano ha pasado a un segundo plano, con toda su jerarquía de afectos, niños y deberes. Para aquellos que todavía creemos en la responsabilidad y no en el capricho, en la fidelidad y no en el alterne. Pobres memos ignaros, que desconocemos la liberación sexual, viendo así incumplidos los deseos más tortuosos del inconsciente, el desenfreno dionisíaco. Pero esa supuesta liberación es en realidad una perpetua inmadurez adolescente, una letanía de esclavitudes. Es decir, algo tan viejo como el hombre. Me viene a la memoria la obra de D. H. Lawrence, que creyó descubrir en los poderes del sexo el hálito de una verdadera fe. O pienso en André Gide, en su búsqueda voluptuosa de una referencia profunda, que le acarreó tantos sinsabores.

Pero no me voy a ir por los cerros de la literatura. Pienso que una de las crisis del hombre contemporáneo es precisamente la crisis del sexo. Ya no se valora ni la ternura. Su vulgarización ha supuesto -y supone- un trastorno espiritual considerable, un lastre emocional que nos está saliendo demasiado caro. Que cada uno puede hacer de su capa un sayo es un hecho, pero también es un hecho que prevalece la brutalidad epicúrea de un erotismo desaforado, que en ocasiones evoluciona hacia la perversión. La maravilla que es el cuerpo humano se corrompe en una exhibición fría, prostituida, vacía. Sin encanto. Seamos serios. ¿Qué hay detrás de toda esta servidumbre sexual? Una sociedad sin alma, un hastío generalizado, un comercio sin escrúpulos, una campaña sombría. Y un dejarse llevar por lo más fácil, por el me apetece.

En España el gobierno de Zapatero decidió erigirse hace tiempo como el máximo legislador del sexo. Sin que se le pase una. Deberían ponerle un Ministerio, yendo al grano del orgasmo. ¿No habíamos quedado en que el sexo era libre, en un país libre? ¿Para qué tanto empecinamiento burocrático y estadístico, tanto celestineo pelmazo y legalista? Que si el matrimonio homosexual y la liberación transexual y la educación pornosexual... Lo que sea. Además del consabido cine pansexual tan del gusto de la ministra Sinde. O el chollo de una subvención para investigar el clítoris o los labios vaginales, que como se sabe tiene mucho que indagar. Es el escándalo como práctica política habitual, como enajenamiento e inginiería social. ¿De qué quieren liberarnos? El vicio no engendra virtud, por más de lo más que se pongan, e ir contra natura no es propio ni de las bestias, por más que se quiera revestir de delicatesen, amor libre o demás coña.

jueves 18 de febrero de 2010

Otras palabras en mi agenda



A veces, sólo a veces, me gusta más la vida vista desde un libro.


El viernes es el día más esperado de la semana. En el horizonte todos esos espléndidos planes del sábado y domingo.
Pero el verdadero descanso llega con el lunes. Y vuelta a empezar de nuevo.


Escribió Paul Valéry que la poesía es una supervivencia. Bueno, vale, pero además se trata de una vivencia de superior enjundia.


Me dicen que hago las cosas muy despacio. No puedo negarlo. Es la única posibilidad que tengo si quiero que me dé tiempo a ver la vida en sus detalles.
Y ni aún así podré deleitarme ni en una mínima parte de lo que vivo.


Cuando entro en una librería, o en una biblioteca bien nutrida, aparte del goce de estar allí, lo primero que siento es mi poquedad entre todas aquellas almas selectas. ¿Qué puedo añadir? ¿Qué libro puedo yo escribir?
Sólo me queda vivir, amar... y seguir leyendo.


¿Qué hago? Algo tan simple como limpiar los cristales o barrer la cocina o recoger los platos. O leer a Dumas o a Mario Luzi. O hablar con mi hija y decirle que siempre estaré con ella. O abrazarme a mi mujer para no perder el rumbo. O escuchar el Requiem de Mozart.
Y mientras tanto pedirle a Dios que no me deje nunca de su mano.


miércoles 17 de febrero de 2010

Las impurezas de algunos sacerdotes y la santidad de la inmensa mayoría de ellos



Un amigo que trabaja en Alemania me envía la portada del semanario más difundido y vendido por aquellas tierras de Goethe, nada menos que el Der Spiegel. A raíz de presuntos tocamientos y demás dislates sexuales a algunos alumnos en un colegio de los jesuitas situado en Berlín. La portada ya la pueden ver. Demoledora. El monigote que fotografían no está revestido de jesuita precisamente. Eso hubiera sido poco. Había que aprovechar muy bien la circunstancia, la noticia, el escándalo. Porque hay que sacar rédito económico lo primero y luego sacudirle a la Iglesia Católica por activa y por pasiva. El modelo de portada nos presenta los aparejos cárdenos de un supuesto cardenal tipo “pájaro espino”, con su cruz pectoral, y rodeado de sospecha y sombras. La mano siniestra del monigote sostiene la Biblia o un libro de piedad. La diestra tiene muy mala baba. No se ocupa en bendecir o en ayudar a la otra a sostener el libro. No, la diestra se dedica a masajearse las partes pudendas. El mensaje nada subliminal está claro. Se quiere transmitir una muy injusta generalización, y la denuncia de una hipocresía vaticana. Denigrar lo católico sale gratis. El titular juega con eso: “Die Scheinheiligen”. Es decir: “Los santos en apariencia”. Y lo remata el subtítulo, para incitar al morbo y al consumo de la revista (que a la postre es lo que más interesa): “Die Katholische Kirche und der Sex” (“La Iglesia Católica y el sexo”).


El mensaje que se quiere dar es: “los católicos mucho hablar de pecado y de virtudes y de santidad, y resulta que son los mayores fariseos del planeta”. Y ese mensaje tan nocivo como falso cala en muchos papanatas, más o menos ilustrados, de conciencia revenida y unos prejuicios hacia lo católico llenos de tópicos y lecturas mal digeridas. Sin olvidar el odio, que existe. Y sin olvidar a Satanás, que también existe y se encarga de jugar sus mentiras a infinidad de bandas. Pero olvidan lo fundamental: ningún católico se pone como ejemplo de nada. Y si hay alguno que lo hace es que no se ha enterado o es un necio. El único modelo es Cristo. Y la lucha por la santidad es individual, por supuesto que con la ayuda de la gracia. Todo esto no quiere decir que yo me dedique a disculpar presuntos delitos o actos vergonzantes. Pero me carcajeo de todos esos que van soltando moralinas por el ancho mundo y por los medios de comunicación en particular, de todos esos laicistas memos y antiiglesiacatólica que se atreven a enjuiciar y a hurgar en situaciones tan dolorosas. “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. ¿Les suena? Pero todos estos no. Estos tiran las piedras que hagan falta y les da absolutamente igual todo lo demás. Según ellos ya nadie cree en el pecado ni en la madre que lo parió. Son los actuales sumos sacerdotes de la paganía progresista y ladina. Y se rasgan las vestiduras con aspavientos que ríanse ustedes de Caifás. Esos jesuitas de los que se habla habrán actuado mal, muy mal, y llorarán sus culpas y cumplirán su penitencia, y tendrán que desagraviar, no tengo la menor duda; pero fíjense ustedes en el cinismo de los que manipulan la noticia. Me parece escuchar el eco de aquel: “¡Crucifícale, crucifícale!”.


Todos caemos. Todos. Las tentaciones son muchas. Y especialmente los sacerdotes y religiosos están muy solos. Y los católicos no rezamos suficientemente por ellos. Y son muchísimos los sacerdotes que son otros Cristos, que son fieles, que sacrifican por entero su vida por los demás pasando desapercibidos. Todos esos no suelen salir en los periódicos, no son noticia. Y son el 99% del clero de la Iglesia Católica. Reconozco que hoy no es fácil mantener el tipo y guardar el corazón. Porque vivimos en medio de un conglomerado de pornografía (y no es la peor la de índole sexual) que nos va embruteciendo el alma, si no andamos sobre aviso. Y lo peor es que nos relajamos en la lucha y dejamos de rezar y de contar con Dios. Y cedemos en lo que al principio son pequeños detalles, cosas sin importancia, para acabar cebándonos en vicios, pecados mortales, blasfemias o sacrilegios. Así comienza la decadencia, la amargura de tantas personas, la tristeza de una sociedad asilvestrada en lo espiritual. Todos caemos. Todos. Y a no ser que tengamos totalmente desolada la conciencia, sabemos lo que está bien y lo que está mal. Y Dios perdona siempre, si nuestro dolor es sincero y nos confesamos contritos. “Nadie está libre de pecado”. Así que menos lobos caperucita y más delicadeza con las personas, y una mayor integridad profesional a la hora de afrontar las noticias que afecten a la Iglesia Católica. Que no todas son malas. ¿O sólo interesan las que la denigran y escupen sobre ella?

martes 16 de febrero de 2010

Las tres de la tarde. Noticia de última hora: Cristo ha muerto



Las 3. O las 15:00 p.m. La hora en que murió Cristo. Mi teléfono me avisa. Ave Crux! Por un instante me traslado al Calvario. Agonía de Dios Hijo. Prácticamente solo. Estertores. El cielo se pone de luto. Convulsiones de la tierra y de Su Cuerpo. Último suspiro. Las 3 de la tarde. Las almas en desbandada. Sólo Su Madre, María, y Juan, y algún legionario rezagado que asiste al espectáculo de la Redención en primera fila de Sangre. Y yo, que quiero estar allí, aunque esté en medio de la calle y en los albores del siglo XXI. ¡Padre! ¡Hijo! Intento hacerme cargo. Es el bautizo de la historia. El centro del tiempo: el vórtice eterno de todo. Ruedan las piedras por la ladera, sopla muy fuerte el viento. Un claxon me distrae. La Cruz está empapada de homicidios y tortura. Violencia sistemática, desalmada, irracional. Y la paz de esta muerte, y la muerte de la muerte. El Verbo de Dios ha dejado de respirar. Las manos en los bolsillos del abrigo. Miradle. Me llaman la atención esas gotas de sangre que tiemblan y caen como a cámara lenta sobre el mundo donde camino. El alma del hombre está llena de contusiones y llagas y vértigos, como este Cuerpo suspendido en esos clavos de hierro retorcido. Las 3 de la tarde. Tengo esa devoción, que me avisa del desastre y de la única esperanza posible. Camino por una calle de mi ciudad, y tengo frío. Es la hora. ¡Despierta alma! Cristo te espera. Espera el consuelo de tu pensamiento y de tu fe. Antes de morir quiso mirarte y que le miraras. El Gólgota. Entonces ya supo que estabas al llegar, que acudirías, que una alarma de tu teléfono XpressMusic te avisaría de Su agonía todos los días. Y unas palomas se arremolinan en el aire. Ave Crux! Esa cruz que quieren quitarnos del corazón y de la vista. Esa cruz que algunos quieren borrar, para dejarnos una historia sin alma. Y sin memoria, y sin herencia. Y sin resurrección, y sin Poesía. Y sin cultura. Y sin rastro alguno de Amor. ¡Qué lastre es el hombre para el hombre! ¡Cómo pesa la iniquidad, la inquina! ¡Y cómo brilla la blancura de Cristo muerto! Marfil o nácar. Nieve. ¡Nieva! Se ha vaciado entero de Sí, en nosotros, en mí. Era el sacrificio necesario. Hostia. Espíritu. Son las 3 de la tarde. ¡Dios! ¡Padre!

lunes 15 de febrero de 2010

“La noche de los cuchillos largos”, de Paul R. Maracin



Estás inmerso en cuatro o cinco libros… Pero no paran de llegar otros que atraen tu atención por lo que fuera. Llegan y la curiosidad comienza su labor cotilla. Y empiezas a leer el sexto libro. Quisieras tener cien ojos o que tu velocidad lectora fuera todavía mayor. La curiosidad es tremenda. No da tregua. A veces te haces el fuerte y dices no, y dejas ese libro encima de la mesa o embutido en una estantería de pendientes. Pero normalmente no puedes resistirte. La novedad de lo último hace estragos. Es como cuando de pequeño ibas por la feria y te apetecía entrar en todas sus atracciones. Esto es igual. De acuerdo, es cierto que algunas atracciones librescas son como para echarse a llorar, pues se les ve demasiado el truco o sus palabras están demasiado a la intemperie o están huecas. O sencillamente no cuentan todo eso que prometen. El oficio logra que en pocas páginas ya veas lo mediocre. También digo que no siempre lo dejas, y sigues sólo por la costumbre de terminar, una vez cogida una postura cómoda y una buena luz.

En ocasiones se inmiscuye un libro, lo miras, lo remiras, y te dices si tal vez, si pudiera ser, si -como ha sido el caso- hace mucho tiempo que no leo nada de historia. En las manos La noche de los cuchillos largos, de Paul R. Maracin (La Esfera). Un escalofrío. Esa portada con los rostros de Hitler y de Röhm difuminados en sombra, y la diabólica cruz gamada y todas esas bayonetas caladas en actitud de firmes… En seguida te pones a hojear las páginas con fotografías. Miras de cerca esos rostros. Parece mentira que ocurriera. Parece mentira que unas personas tan acomplejadas e inexistentes intelectualmente (salvo alguna), tan amorales y sin conciencia llegaran donde llegaron. Doce años de terror en el mundo. ¿Para el pueblo, por el pueblo? Todo mentiras y crímenes, desolación del espíritu, libertad maniatada y torturada, exterminio de toda esperanza. Hitler lo tenía muy claro: un gobierno sobre el pueblo. Devolver a ese pueblo toda esa común y negra amargura que tenían ellos dentro.

La noche de los cuchillos largos es un libro que tiene un par de excelentes virtudes: es breve y es claro. Nos va introduciendo en los hechos, en esa noche donde Hitler hizo que desaparecieran personas que ya le molestaban a sus propósitos (aunque se hubiera servido de ellas). Esa fúnebre noche que se prolongó hasta el final del Tercer Reich. La planificada liquidación de las fuerzas de asalto SA, con Ernst Röhm a la cabeza, fueron el chivo expiatorio. Fueron el preludio de otros exterminios y la consolidación de la dictadura hitleriana y de su guardia pretoriana de las SS y la Gestapo al mando de Heinrich Himmler. Pocas veces un solo hombre ha hecho sufrir tanto a tantos. Millones de personas asesinadas, gaseadas, exterminadas, desaparecidas o muertas en combate. El infierno encarnado. Y en el libro se nos va contando con amena sencillez -que contrasta todavía más con los hechos- cómo fue posible que se pudieran reunir en un solo régimen fanático tal cúmulo de personajes sin alma. Y el autor nos ofrece sus retratos, el itinerario de sus vidas, conformando una galería que todavía nos aterra. Y el lector vuelve la mirada, cada pocas páginas, a esas fotografías en blanco y negro de los protagonistas. Y mira sus ojos, sus rasgos, intentando desentrañar el secreto de aquella fuerza tan irracional y posesa.

La noche de los cuchillos largos, ese período de tiempo entre el 30 de junio y el 1 de julio de 1934, confirmó la pasta de Hitler, su frialdad, su premeditación homicida, su decidido impulso de hacerse con el poder supremo, sin titubeos. Churchill se había dado cuenta y no le quisieron escuchar. El destino de Alemania estaba escrito. Y el de una buena parte del mundo. Pero esa purga no terminó ahí. Siguió a lo largo de 1935 y siguientes. Nadie estaba a salvo. La noche de los cuchillos largos en realidad duró hasta la propia muerte de Hitler, hasta la conclusión de este círculo del Infierno.

domingo 14 de febrero de 2010

El Opus Dei y yo



Soy hijo de Dios, y soy hijo de la Iglesia Católica, Su mística Esposa. Hijo de Dios. En estas tres maravillosas palabras se desarrolla mi existencia, en ellas está todo lo que yo pudiera desear. No tiene parangón con nada. Nacimiento, sentido y horizonte. Es mi filiación divina la razón de ser de mi vida. Con mi específica personalidad (que es la que es), con la caligrafía propia de mi alma, con mis defectos y huídas, con mi innata sed de belleza y este afán de literatura que en fin. Sangre de Su Sangre: hijo. Bautizado por Él, confirmado y comulgado por Él. Soy hijo de Dios. Lo leo y no me lo creo, pero así es. Y lo escribo de nuevo para ser más consciente de ello (voy a ponerlo en negrita): hijo de Dios. Y la Providencia de su Amor me va educando, me protege y aúpa cuando me caigo -¡tantas veces!- o cuando me ve triste o en estado de melancolía. Siempre lo mismo: un niño al que le cuesta aprender. Pues me despisto enseguida, me gusta ir a lo mío y me rebelo con facilidad si me llevan la contraria. ¡Qué paciencia tiene Dios conmigo!


Y en esas estábamos cuando un día de diciembre de hace ya unos cuantos años Dios se me acercó al oído. Barrunté que el acento era distinto, como si quisiera darme a entender algo más especial, una noticia que era (y sigue siendo) para mí. ¡Una exclusiva! Confieso que tenía que estudiar bastante y que me entraron las prisas (cuando Dios nos habla -y todos sabemos cuándo nos habla- nos entra una prisa de lo más repentina, además del consabido canguelo). Yo no estaba en Galilea, ni había por allí ninguna orilla de ningún mar o lago. Pero Dios no me hablaba precisamente en arameo. “Ven y sígueme”. Era un español divino. La cosa no era que comenzara a seguirle. Bien que mal ahí estaba, y aunque ya por entonces me gustaba más leer o rebozarme de musarañas que rezar o estudiar (me decían que mi estudio debía de ser mi oración, sin chapuzas) era buen chaval, creo. Noté el amor de Dios como nunca. Y no era un alborozo juvenil que se queda en nada o una mera psicofonía sentimental. Era Dios, era Su cercanía, era Su llamada. ¡Precisamente a mí!


Y dije que sí. Serviam. Y hasta ahora, que estamos a mediados de febrero del año 2010. Seguirle más de cerca según el espíritu del Opus Dei, cuyo quicio es la filiación divina, el panorama de abrir el corazón en abanico a los demás y santificarse en el cansancio de la jornada. Hacer de la prosa diaria verso heroico. San Josemaría Escrivá lo decía desde 1928. Y luego lo proclamó el Concilio Vaticano II: la llamada universal a la santidad. Enamorarme de Dios por encima de todo. O mejor: a través de todo lo que pudiera sucederme. Sin excusas pueriles. En lo de todos los días, embebido de mundo -sin ser mundano-, con mis alegrías y penas, con mis amigos y libros, y con esas tapas y esas películas de John Ford o Billy Wilder. Luego llegó la que sería (y es) mi mujer y musa y vida. Y desde entonces nos estamos mirando a los ojos y haciendo acopio de besos y de ternura. Y un poco más tarde llegaron mis hijos, que no han dejado nunca de darme ideas para el alma. ¡Qué milagro el del amor humano! ¡Qué sobrenaturales son sus caricias!


Ecce ego quia vocasti me. Aquí estoy, porque un día Dios me dijo que adelante, que venga, que vale la pena. Si me daba la gana y aceptaba paladear sin remilgos el ciento por uno. En Su Opus Dei: desde entonces mi familia. Vocación, llamada. En esta parte de Su Iglesia, mi Madre. Algo he aprendido. (Y no es que Se lo esté poniendo demasiado fácil). Sobre todo he aprendido a querer. A querer querer. A querer lo que Él quiera. Sin desanimarme y sin hacer alardes de nada. A escanciar en mi vida un poco de Su intimidad infinita y a levantarme las veces que haga falta. Y uno es fiel a pesar de uno mismo. Es el amor de Dios, es la pujanza de la gracia que transforma todo lo que encuentra a su paso. Es mi libre decisión de seguirle. Y tan contento.

sábado 13 de febrero de 2010

A tu regreso




Te trajo la noche en un taxi
y se encendió por ensalmo la casa.
Había una pureza reluciente en tu cara.
Tu belleza, tan morena, se prodigaba en mil besos.
Abriste las maletas, el alma,
las bolsas, los regalos, los ojos.
Me mirabas con palabras de colores.
Yo sólo te dije que te quería.
Pero te lo dije mil veces, hasta que bebí
un poco de agua y te hablaba sólo en silencio.
Me enseñaste fotografías de la luz en reposo
o en el ritmo de unas olas que te venían siguiendo.
Luego me ofreciste unas hojas y el prodigio
de unos poemas llenos de flores.
Mis dos manos en tu pelo, en tu cabeza,
ungiendo tu vida de mí, que respiraba
por fin en ti, de nuevo. Nos curioseábamos despacio.
Mira, dijiste, esto es para ti. Y me diste tus manos.
Y en las manos una caricia. Y en la caricia un paisaje.
Y en el paisaje un océano de fuego.

viernes 12 de febrero de 2010

Paul Valéry redivivo, amado: "Corona & Coronilla"



Muy joven esbozó unos pocos y prometedores poemas, y tras alguna escaramuza amorosa, decidió dejar de lado tanto el amor como la poesía. Mantenerse apartado de los sentimientos imprecisos y volcarse en el pensamiento más nítido y exacto posible. Escribir siempre desde una perspectiva de “pureza” intelectual. Puede que todo fuera un propósito demasiado gélido. ¿Intelectualismo sin alma? Valéry diseccionaba con pulcritud y disciplina el lenguaje de las palabras. Pero también el de las matemáticas, el de la arquitectura o el de la danza. Animado sobre todo por André Gide se puso a revisar sus primeros poemas. Sin embargo quiso escribir alguno más, unos pocos versos más que evidenciaran su madurez formal y su búsqueda de lo inefable, de lo auténtico, en una especie de mística sin Dios. Esos pocos versos se convirtieron en el largo poema que es El cementerio marino. Abstracción de lo contemplado, armonía cristalizada en fulgor lingüístico y simbólico. Hay que poner en fuga lo trivial de las apariencias, e ir a la esencia, al arte que sustenta la vida: su vida. El arte y su perfección como un substituto de Dios. El arte como el intento de conocer y conocerse, como un amago de amor. Se cumple lo de su maestro Mallarmé: el pensamiento es sobre todo lenguaje. La realidad es porque el hombre la verbaliza.

Desde entonces todo cambió. El cementerio marino supuso para Valéry una apertura de su ánimo, un impulso social y una fama de la que no renegó nunca. Será un poeta muy admirado y laureado, pero no tan amado, como bien dice Bernard de Fallois. Su vida puede que fuera un intento de huída de su vacío interior. Las sesiones de la Academia, las conferencias por todo el mundo, las constantes citas… ¡Qué vértigo el de la vida, el de ser consciente de morir por nada! Conoció a algunas mujeres, se consoló en su trato. E incluso escribió algunos poemas después de tantos años. Era el preludio de algo. ¿Qué poeta de genio puede vivir sólo de palabras? Y ocurrió. Sucedió la emoción más humana y más ardiente. Y la más pura. Mucho más que el arte o cualquier tipo de literatura. Paul Valéry conoció a Jean Loviton. Paul Valéry se enamoró. La diferencia de edad era considerable (67 años él y 35 ella), pero no importó. Y al hilo de ese amor su poesía recobró la pasión, la ilusión, la energía. Su vida se hizo poesía. O al revés. Fue un renacimiento en toda regla. Intercambio de cartas y el testimonio de unos poemas donde se iba volcando su espíritu, su gozo. "Dulce el beso, bebida deliciosa, / tu boca vale mis más dulces versos (...)".

Paul Valéry, ¿un poeta frío? Después de conocer y leer todos estos poemas, que tituló Corona & Coronilla, es imposible pensar algo así. La sorpresa es mayúscula. El poeta Jesús Munárriz (menudo puntazo se ha marcado), desde la editorial Hiperión, nos la ha puesto en las manos -la sorpresa y el amor que la sustenta- en una edición bilingüe que desde todos los puntos de vista resulta ejemplar. El lector se contagia de esta alegría literaria, de este redescubrimiento del alma del autor de El cementerio marino. Cuando ya todo parecía muerto y enterrado, y filológicamente interpretado, resulta que no, que se nos aparece un Paul Valéry redivivo, que faltaba la que según mi gusto y humilde opinión, es sin duda su obra maestra y toda una revolución en el corpus valeryano. (¿Qué hubiera pensado de esto Jorge Guillén, su magnífico traductor al español?). En una variedad y perfección formal dignas de su talla, pero con una espontaneidad y una sensibilidad de corazón que son otra historia, que trastoca todo lo que él ya pensaba era un fracaso. Llegó a escribir en su momento: “Lo perfecto no tiene espíritu. Si el corazón tuviera espíritu, estaríamos muertos”. Pues no, es cuando más vivos estamos. Y lo más perfecto es lo que más amamos. Por otra parte está visto que la poesía resucita cuando quiere, y el hombre con ella, y el entero universo. Desde luego no hay conocimiento mayor que el amor. Y el amor lo transforma todo. Las palabras cobran un dinamismo y una danza y un trasfondo de alma. Estos casi 150 poemas líricos de tono elegíaco conforman un libro que va a pasar a la historia de la literatura como una de las mayores cumbres de la poesía amorosa. “¿Has sido tú? / ¿Será posible? / Mi bien amada, / mi tan amada…”. Nunca estuvo Paul Valéry tan cerca de esa mística que tanto admiraba, y que leía y releía. Porque se trata del amor, de la profundidad infinita de lo finito.

La historia terminó mal. Jean le dejó y se casó con otro. No se lo esperaba Valéry. Fue un golpe bajo. “Cada vez te quería más”. Y a los pocos meses murió. Pero el poeta sigue vivo en estos versos que pronuncian el amor de una manera tan diáfana y palpitante, tan bella. Sólo nos queda esperar que se edite pronto el epistolario entre los dos amantes.

Mi enhorabuena Hiperión. Mi enhorabuena Jesús Munárriz. Esto hay que celebrarlo como se merece.

jueves 11 de febrero de 2010

Unir amor con amor




Observo a Dios detenidamente. En el evangelio
de su mirada, que me ausculta el alma
sin decir nada y sin tenerme en cuenta el escarnio
de cuando le niego y le vuelvo la espalda.
Mi creencia son los ojos con los que le veo,
mi creencia es la ternura con la que me mira,
mi creencia es también la ocasional ceguera,
mi creencia es la duda y la fisura de lo que creo,
mi creencia es la visión que adora el misterio
por el que vivo y siento y pienso Su presencia.
He aquí la respiración anonadada, el latido
del corazón de Dios desde donde mana el Cristo.
Soy su mirada. Soy lo que Él ve en mí de Si mismo.

miércoles 10 de febrero de 2010

En mi agenda




Al cielo hemos de ir, o intentaremos ir. Unos más que otros. Pero de momento me voy a la cama, que es otra manera de entender el cielo.


Contentus paucis lectoribus. Ya ven, Horacio se sentía más que satisfecho con unos pocos lectores. Lo dice en sus Sátiras. ¿Era un acto de humildad y por lo tanto de sensatez? Pudiera ser. Aunque yo me inclino a pensar que era muy consciente de una gran realidad: la Poesía -como la vida- es una sucesión de “pocos”. Debía andar escarmentado de las grandes magnitudes. Lo poco. Una mujer cariñosa, una selecta biblioteca, un par de amigos leales y un buen vino. Y que le dejaran en paz en su casa. Lo poco… El todo. Sus versos.


Soy católico. Nada me es más necesario.


A vueltas con la felicidad. Desde que te levantas hasta que te acuestas quieres hacerte con ella, poseerla. Nunca es suficiente. Con frecuencia rectificas. La confundes con mil bagatelas. Recuerdas con una sonrisa lo que escribió en una ocasión Giacomo Casanova: “Me parecía que para ser feliz no necesitaba más que una biblioteca”. Y es que la biblioteca de un cenobio le había deslumbrado, y hasta se le pasó por la cabeza ingresar como monje (no le duró mucho el ímpetu). Y cuando no es una biblioteca, piensas que la felicidad se esconde en unas vacaciones o en dormir la siesta. ¿Dónde, dónde? ¿Será conformarse con lo que se tiene? ¿Será bregar contra la mentira? ¿Será Dios? Caliente, caliente.


Lo más fácil es reírse de los demás. Lo más difícil es hacer algo por los demás. Lo más inaudito es ponerse en el lugar de los demás.


Dios se hace hombre para redimirnos. Y el hombre se hace dios para... ¿Para qué exactamente? Un desencuentro que, se mire como se mire, es el argumento central de nuestra querida y sufriente historia.


Llega un momento en la vida en que sólo sirve lo Simple, lo Sencillo. Lo demás es basura.

martes 9 de febrero de 2010

El gozo de tener amigos




Los buenos amigos me conocen y saben de mis gustos. También es verdad que lo tienen más fácil, pues no paro de escribir sobre ello a diestro y siniestro. Me fascina bucear en una buena piscina, recogerme en algún rincón de cualquier lugar decente (pienso al pie de un sauce llorón o de un chopo), pasear sin estar pendiente del reloj ni de los semáforos, consultar la aventura de los atlas, visitar a Dios de improviso, aprenderme de memoria una librería, libar la luz donde se tercie… Lo saben. Por eso me invitan al cielo algunas veces, y me dicen que no me preocupe de nada. O me abren las ventanas de unas cuantas palabras, siempre cariñosas. Está claro que se exceden, pero son mis amigos. Y se deleitan deleitando. Gozan así. Como yo gozo con sus alegrías y me apeno con sus problemas.

Los buenos amigos me conocen tanto que llegan a enviarme suplementos literarios, postales, estampas, recortes de prensa e incluso libros viejos (y nuevos). Hasta alguna película. Hay pocos placeres comparables a la sorpresa de abrir un paquete enviado por un amigo, o una carta, o incluso un escueto e-mail que describe, no sé, la emoción de un poema. Bueno, rectifico, la sorpresa mayor es el hecho de recibirlo. Firmar el papelito al mensajero y quedarte ahí, mirando. Y prolongar la espera y el regocijo. No hacía falta tanta molestia. ¿O sí hacía falta? ¡Qué egoísta! No merezco los amigos que tengo. Ando tan enredado con las palabras que a veces no sé salir de mí mismo y me hago un lío considerable, y me pierdo cosas que no debería. Pero estábamos con el paquete. Es llegado un punto en que no puedes esperar más, y lo abres...

Bueno, eso es la amistad. La sorpresa a la que no te acostumbras nunca. Y una deuda que no acabarás de saldar. La lealtad, el cariño, la confidencia. Y este viejo libro del húngaro Mihàly Földi. 18 pesetas del año 1944, impreso en Barcelona, en abril. No importa que esté algo deteriorado o que se titule El otoño del corazón. Lo voy a leer, con urgencia y deleite de amigo. Con la debida gratitud.

lunes 8 de febrero de 2010

Oración de un escritor




Señor, Tú me das las palabras y yo las ordeno como buenamente puedo. No siempre el resultado es el más brillante, ya lo sabes. Me trastabillo en la sintaxis infinita de Tu Amor, no atino con el lenguaje adecuado. Y me pierdo en el acicalamiento de una prosa efectista o jactanciosa. ¡Quisiera expresar tantas cosas! Sobre todo las más sencillas. Como el significado de la brisa sobre las olas, o el vuelo místico de las aves, o la etimología exacta de un beso, o la mirada detonante de mis hijos. También quisiera que cada línea me acercara un poco más a Ti, sin excusas. Para decir Tu voluntad, para ir adecuando mi alma a la bendita enciclopedia de la gracia. Todo ello con la naturalidad del prodigio.

Los errores me atenazan, los persistentes pecados emborronan la página de ofuscación blasfema. Me empeño en hablar de mí y de lo mío, dando vueltas y revueltas al carnaval de la propia vanidad, a un enredo fetichista que a nada lleva. Me olvido de pensar que Tú estás precisamente ahí, entre todo ese montón de palabras, que hilvanas en su sentido más completo. Hasta transformar una simple frase en oración. Nada menos. Sí, tengo muchas cosas de que hablar, pero pocas de que hablarte. Haz que esto cambie. Porque Tú eres el Verbo encarnado, la divina gramática que inspira en el hombre la pedagogía de la fe y la necesidad de la poesía.

Señor, tengo muchas cosas en la cabeza. Tal vez demasiadas. Y esto es lo que más me preocupa. ¿Cuántas de ellas son realmente importantes en mi vida? No paro de escribir. Normalmente para ganar un poco de dinero, pero también por amor al arte. ¿Y por amor a Ti? Quisiera que mi caligrafía fuera al compás de tu andadura, escribiendo aquello que sea más oportuno para las almas -pocas o muchas- que me lean. Sé que alguna vez tendré que afrontar las decisivas preguntas: ¿para qué escribo?, ¿para quién escribo? Con frecuencia Te pierdo de vista. Con frecuencia quiero perderte de vista. Porque -no Te engaño- resulta difícil aguantar el compromiso de Tu mirada en cada punto y aparte. Ese punto en el que sé que estás, en el que me esperas, recordándome que quieres que mi escritura sea servicio, encarnadura de Tu amor imprevisible.

domingo 7 de febrero de 2010

Cualquier explicación parece insuficiente



Son momentos que se dan. Y miente quien diga que en su vida no cabe un aliento más y que no puede parar. Momentos en los que uno no sabe muy bien qué hacer. Cruzas las piernas y lo miras todo como si fuera ajeno, como si te diera igual. Un movimiento muy común es llevarse las uñas a la boca o pasear la vista por aquí o por allá, hasta dar en los flecos de un recuerdo o de una manta blanca de viaje. Acaricias tus orejas o la frente, hasta que dejas inertes tus brazos en el regazo del tiempo, cabizbajo, apreciando con fastidio ese botón descosido de la camisa o sus rayas celestes y amarillas. ¿Qué hacer? Pues nada. Dejarse llevar por las palabras con las que imaginas el mundo, sacarse del dedo anular el anillo y calibrar su circunferencia como si fuera el mito del eterno retorno que barruntaron algunos estoicos y que gira sin parar desde entonces. Y no pienso citar a Eliade o a Borges. Bostezo. Claro, es lo que tiene leer de madrugada. Me tienta el sofá, aunque sean las diez de la mañana. Relaja apoyar el alma en la mano y cerrar los ojos. Falta el sonido del agua, o de unos pájaros, o de una flauta, como en una de esas composiciones que se graban para que el hombre urbano se haga una ilusión más y entre en trance. ¿Qué hacer? Con la cantidad de cosas pendientes y tú ahí, en posición de nada, como a la espera de un ángel. Espero que sea de los buenos. Los dedos juegan un factor determinante en la historia de la humanidad. Esto es lo que me da por pensar. Esgrimen la afilada hoja de la espada o disparan la muerte. O son la vanguardia del amor o escriben los poemas o curan las heridas. O se entrelazan para rezar a Dios o suenan música. O señalan la belleza, o quizá el destino. O, discretamente, pasan las páginas de los libros. Y hablo de los dedos porque es lo que ahora miro... A la vez que escucho unos conciertos para fortepiano de Antonio Salieri y suspiro la vida que me queda por delante. No, no se trata de un suspiro triste. Puede que se trate de dejarle un poco más de sitio al alma. Sólo eso.

sábado 6 de febrero de 2010

“Tres tratados de armonía”, de Antonio Colinas




Armonía. Búsqueda de la paz interior. Alma y vida. Alma en vida. Vida del alma. Conocimiento humilde de lo que sucede dentro de la apariencia. Opción por la pureza. Lucha constante con el mal, que arraiga en el hombre al menor descuido. Unas palabras balbucean lo imposible. Belleza inesperada. Tierra que germina. Poesía. Plenitud de lo pequeño. Una música que sueña y suena y se ciñe al corazón de una lágrima. Lluvia que lava la mirada. Silencio. Reflexión sobre nuestra existencia. Armonía. Inspiración y vocación. Alma, alma, alma. Vida consciente de Vida. Vida que se redime así, en una mirada. En una miríada de símbolos y detalles. Búsqueda, búsqueda… Encuentro con el resplandor de la naturaleza. Y el Amor que la sustenta, por la que brilla. Armonía: unidad de vida, tratado del alma que anhela lo que olvida. Armonía. La nada de todo. La llama del fuego que purifica la costumbre. Demorarse en lo que tocas o intuyes. Y con letras ir dibujando el compás de la música. Optimismo, alegría. Hay motivo para la esperanza. Por el desierto baldío de nuestras calles y avenidas caminan las almas. Algunas rezan sus vidas, otras las ignoran, o miran ciegas las estrellas. Y el crepitar de la luz que nos envuelve, la misma que nos respira. ¿Verdad Antonio?

Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), poeta grande, magnífico. Precisamente por su humildad y humanidad genuinas, por su visión trascendente de las cosas y de la literatura muy en particular. Literatura como vía de conocimiento y como vida. Poeta contemplativo y culto. Desnudo de artificios, sin concesiones al alambique, o a la pose boba. Poeta que quiere dar en lo sencillo, que es la madurez más plena. Coherente y preciso. Su itinerario como escritor asombra. Ha cultivado casi todos los géneros. Desde los libros de viajes a estudios y biografías, desde novelas a memorias. Sin dejar de mencionar su más que meritoria labor como traductor (de Leopardi, Quasimodo o Salgari, por poner unos ejemplos) e incluso antólogo. Y por supuesto sus aforismos de sus tratados de Armonía, que aprovechando la publicación del tercero de ellos, se reúnen en un solo y oportuno volumen: Tres tratados de Armonía (Tusquets).

En este libro de 324 páginas está su cosmovisión y su poética, está la entraña de su vida. Digámoslo diáfano: está su alma. Alma que nos deja las pistas de un camino, de unos signos, de un testimonio. Es la experiencia de una sensibilidad muy acusada que toma nota, que escribe lo que piensa y lo que le emociona y ve. Aforismos que son una toma de conciencia donde están todas sus constantes: el Sur y el Oriente, la naturaleza, el mar, Ibiza, el icono dorado, la mística de lo cotidiano, la tradición órfica, la luz (“si vuelves esa luz hacia fuera, la luz será ya de todos y en todo estará”), etcétera. La escritura como una misión, como una forma de dar en la redención que es la paz. El lector no deja de maravillarse una vez sí y otra también. Las palabras se abren en una mirada interior que clama por el alma, por la verdad más iniciática de todas: la del amor. Todo ello con una prosa a cada paso más poética, más profunda y leve.

Es Tres tratados de Armonía un libro para llevarlo siempre en el bolso o en la cartera, o dejarlo en la mesilla para leer un poco antes de cerrar los ojos y adivinar la luz en la noche. Una Luz que nos viene dada. Y quedarnos a solas con nuestra vida, que no solos. Y respirar un poco de paz. “La respiración concebida como una plegaria. (O una comunión)”. Un libro que dignifica al lector. Insisto: escrito por uno de los más grandes escritores que tenemos.

viernes 5 de febrero de 2010

Estás en Costa Rica (y II)



¿Y yo que hago con estas manos que sin ti se me han quedado mancas? ¿Qué hago con estos ojos si tú no estás, si están ciegos sin ti? ¿Qué hago yo escribiendo sonidos que se quedan en silencio porque no los oyes? Son otros lo que te ven, son otros los que te escuchan sin ser conscientes de que lo que dices es sólo mío, para mí, para siempre. ¿Qué contemplas ahora?, ¿qué acaricias, qué hueles? Respira despacio y admira los matices del cielo. No te pierdas nada; ni una nube, ni una brizna, ni un vuelo. Obsérvalo todo con ese detenimiento y discernimiento característicos del alma enamorada. Toma esa hoja y guárdala, y cuando vuelvas y me la des podré sentir el mismo vaivén de la rama y el aire que susurra en tus oídos la música de los ángeles. Y si traes un poco de tierra americana sabré imaginar mejor los caminos que estos días pespunteas con tus pies de España. Quisiera pasear contigo hacia la altura de los volcanes y sierras, o bucear juntos en el mismo océano. Inmensidad es tu nombre amor, que me adivinas en todo lo que miras. Inmensidad de ti en mí, que lo único que hago es quedarme con el corazón boquiabierto. Inmensidad de amor, que saboreas las delicias de esa luz tan nueva. La envidio cuando incide en tu piel, y te quema, e ilumina de colores tu alma inquieta, que me sueña.

jueves 4 de febrero de 2010

Mientras se llena de agua la botella




Una sencilla
botella de agua
se llena
del confín de un sonido.
Cascadas, oleajes, ríos…
Memoria
de unos sedientos labios.
Manantiales de brillos,
burbujas, líquidos
latidos de espuma.
Agua
que es un ritmo
sin orillas,
y que se remansa ahora
en un silencio
cristalino.

miércoles 3 de febrero de 2010

11 de septiembre



Recuerdo el temblor del telediario. Recuerdo la comida y el primer impacto. Recuerdo el estupor de mi familia. Recuerdo el miedo, el corazón acelerado. Recuerdo las lágrimas, mis lágrimas, y el estruendo, y el polvo. Recuerdo el vértigo del mal absoluto en el segundo impacto. Recuerdo la incredulidad de todos, las llamadas, el refugio de los abrazos. Recuerdo las explosiones de pánico, las llamaradas, el humo asfixiante. Recuerdo -¡Dios!- aquellas almas que se despeñaban desde el cielo. Recuerdo haber rezado con mi familia por todos los muertos y heridos y atrapados. Recuerdo aquellas imágenes, el aire viciado, el Apocalipsis de los rostros. Recuerdo que me fui a otra habitación para llorar a solas mis sollozos. Recuerdo que no podía ser lo que estábamos viendo, que no, que era imposible, que ya nada podría ser lo mismo. Recuerdo la impotencia y la comezón de la ira. Recuerdo tener conciencia de estar todos en peligro. Recuerdo haber ido a una iglesia y arrodillarme y preguntarle a Dios: ¿Por qué has dejado que pase?

Nada ocurre por nada, de eso estoy seguro. El hombre vive de misterios. Y el misterio del dolor tiene un significado preciso. Un significado que sólo puede llegar a entenderse por otros grandes misterios: el del amor, y el de la Providencia. Pero no es fácil. No es nada fácil sobreponerse a semejante horror y dejar el odio aparte. Lo más fácil es dejarse contagiar por lo irracional y pedir venganza. Ojo por ojo. A muerte. Es la guerra. Que lo es. Pero el terrorismo islámico -y todo terrorismo y cualquier crimen- más que un movimiento o rebelión de lo que sea, es una blasfemia furibunda. Es un escupir a Dios en plena cara, una patología espiritual, un tremendo pecado. El mártir real es la víctima, nunca el terrorista. El terrorista es un alma desquiciada, enferma, podrida. Un contra Dios, en definitiva.

Y comenzaron a publicarse los primeros análisis. Ya son decenas de miles los libros que se han publicado sobre el 11 de septiembre y sus infinitas derivadas. He curioseado muchos de ellos, algunos alucinantes, pero me sobrecogió la fuerza del lenguaje y de los argumentos de Oriana Fallaci en su trilogía La Rabia y el Orgullo, La Fuerza de la Razón y El Apocalipsis, los tres títulos editados en España por La Esfera de los libros. Tres libros que en realidad son uno solo, y que me parece ayudan a reflexionar sobre muchas cosas que no nos atrevemos ni siquiera a pensar. Creo, sinceramente, que mantienen su vigencia. Escribe muy claro. Luego leí El islamismo contra el Islam (ediciones B), del brillante diplomático y político Gustavo de Arístegui, que después ha ido profundizando en otras obras. Y hasta ahí llegué. Debo confesar mi poco aguante con este tipo de libros, aunque la Fallaci me dejó literalmente sin aliento.

Pero en poco tiempo he leído El segundo avión, de Martin Amis (Anagrama) y La torre elevada, Al-Qaeda y los orígenes del 11-S, de Lawrence Wright (Debate). El libro del novelista Amis reúne una serie de textos diversos alrededor de aquello. Reseñas de películas y libros, ensayos y hasta relatos. Amis es pesimista. No hay solución posible con esta gente, con el enemigo. Y llegaremos a acostumbrarnos, asegura, a convivir con este horror que sólo ha hecho que comenzar. El islamismo tiene dentro de sí un cáncer que lo devora: esa visión de la religión como guerra o yihad o como quiera denominarse. Esa visión torticera y manipuladora de Dios, o de su Alá. Sabemos todos que no es así, pero lo que parece imponerse es su proselitismo terrorista. ¿Es posible una religión de odio y no de amor? ¿Es posible una hipotética religión que en pleno siglo XXI se base, como dice Amis, en el extremismo, y que desprecie la integridad de la mujer? Él se considera un antiislamista. El terror del 11-S no ha dejado de existir, de sangrar. Nadie está seguro. La Historia, nuestra Historia, ya no puede ser la misma.

La torre elevada, de Lawrence Wright, ganadora del premio Pulitzer, quiere ir a la raíz. Es un libro de investigación, un libro muy objetivo (y excelentemente traducido), que paso a paso nos va descubriendo el entramado y sus personajes. Un libro muy bien narrado, una historia muy real escrita con toda la fuerza y el estilo de una gran novela de acción. Hechos, testimonios. El autor ha seguido el rastro de la verdad durante años. Ha rastreado pistas por medio mundo. El fundamentalismo islamista, las razones de su auge. Los fallos de Occidente. Las piezas del drama van encajando, detalle a detalle. Absorbe su prosa cada vez más. Nadie supo hacer nada par evitar la tragedia. Es espeluznante. Hay un personaje -una persona- que había pertenecido al FBI, John O’Neill, que vertebra hasta cierto punto el texto. Seguimos sus peripecias e intuiciones, su impotencia. Su pasión por descubrir el entramado asesino. Todo un experto en antiterrorismo que predijo lo que podía ocurrir. Pero lo había dejado para encargarse de la seguridad del Word Trade Center, donde muere. Un libro para conocer más de cerca el nacimiento y el desarrollo de esta barbarie fundamentalista que desembocó en aquel día donde la furia de todos los demonios del Infierno parecía haberse desatado. Era el inicio de una época distinta, era el 11 de septiembre de 2001. En total 2.973 personas muertas. Descansen en paz.

martes 2 de febrero de 2010

El demonio está aquí, entre nosotros


No vayan a creer ustedes que me apetece escribir mucho del personaje en cuestión. Pero debo hacerlo. Aunque me cueste algo más que su enfado. Porque al demonio le molesta que se hable de él abiertamente. Le molesta que los cristianos estemos ojo avizor, que seamos sabedores de sus estratagemas diabólicas (de lo que es capaz), que vivamos una rotunda vida de piedad. No le gusta la publicidad. Busca el escorzo, la máscara, la sombra, la mentira. Pero nos ronda, sin cesar da vueltas a nuestro alrededor. Atento a cualquier descuido que tengamos. No lo vemos, pero está ahí.

Lo dicho, su maldad favorita es circular por el mundo a sus anchas, manejando a los más incautos, sobre todo a los que más empeño ponen en la no existencia de Satanás. Algunos teólogos, por ejemplo. Pero su peor diablura es cuando consigue que los cristianos nos olvidemos de él, diluidos como estamos en la superficialidad como máxima ambición. Es entonces cuando sus carcajadas son más sonoras, cuando su atrevimiento es más atroz. Cree -y hace creer- que el futuro del mundo es un endemoniado asunto, sin apenas resquicio para la esperanza. Cree -y hace creer- que el pandemónium humano no tiene visos de solución, y que Dios tiene perdida la batalla.

Por eso es tan necesario desenmascararle. Hoy más que nunca. Sus movimientos son cautelosos, pero constantes. Avanza alma a alma, narcotizando el anhelo natural que todo ser humano tiene por alcanzar la intimidad de Dios. Sin ostentosas posesiones -aunque también se den- ni grandes numeritos. Sus principales armas son, como siempre, la desazón, el hedonismo, la soberbia, el materialismo o la envidia. Pero en nuestros días su mejor aliada es la tibieza.

Esa forma de vivir donde todo lo que respecta a la vida interior resulta siempre menos importante, en el que la religión se convierte en una amalgama de naderías gnósticas, y ponerse de rodillas ante Dios una humillación impropia del hombre del siglo XXI. Lo vemos a nuestro alrededor. Supercherías plagadas de superstición. No, no hacen falta grandes herejías para que las almas se pierdan. De ahí tanta depresión, tanta tristeza, tanta incertidumbre. El hombre no es feliz desde que ha olvidado a Dios.

Hace poco tiempo he tenido la oportunidad de leer un libro tremendo. Un libro cuyo sólo título es todo un desafío a la pose postmoderna. Un exorcista entrevista al diablo, está escrito por el sacerdote Domenico Mondrone (editorial Pro Sanctitate, Roma). Lo siento por los más incrédulos, pero no estamos ante ninguna fábula o película de Hollywood. Es una entrevista real con el Satanás más real. Un libro que fue posible por la intercesión de la Santísima Virgen.

Son diez conversaciones escalofriantes. Por ejemplo el mismo demonio reconoce lo que significa el Rosario para él: “¡Eso para mí es una guillotina!”. Lo que opina de la Virgen: “¡La odio infinitamente!”, y “es mi más implacable enemiga”, “siempre ocupada en atravesarse en mí camino, en suscitar fanáticos que la ayudan a arrebatarme almas”. Lo que opina de Dios: “La venganza que no podemos realizar sobre Él la haremos con vosotros”. Y la visión que tiene del hombre: “Os he metido en el cuerpo una sed de dinero y de placeres que os hace enloquecer y que os está reduciendo a ser un tropel de asesinos”. Y remata: “¡Pero te parece poco haber convertido a las mujeres, a las madres, en peores que las bestias; las he inducido a matar a sus hijos, cosa que ni las bestias hacen!”.

Sí, el demonio está aquí, cerca de nosotros. Y no lo digo por asustar. Es un ángel maléfico y muy astuto empeñado en el odio, que es su estado. Dice: “Nuestra esencia es el mal, es el rechazo de Él, es odiar todo y a todos”. La consecuencia más lógica para los cristianos sería plantarle cara en aquello que más le duele: la lucha por la santidad, la asiduidad en nuestra vida de la oración y de los sacramentos. Sin miedos -Dios vela por nosotros-, pero tampoco sin papanatismos ni culpables ignorancias. Porque su triunfo no es otro que conseguir alejarnos de la felicidad, del amor infinito de Dios.

Posdata: Cuando don Domenico le pregunta por las almas más queridas por Dios, Satanás no duda: “Un enfermo que sufre por años y se ofrece por los demás. Un sacerdote que se conserva fiel, que reza mucho, al cual no hemos logrado jamás contaminar. Estos son para nosotros los seres más odiosos”. Como para reflexionar.

lunes 1 de febrero de 2010

Carta para unas bodas de plata



Para Maru y Pepe, con todo mi cariño


Veinticinco años a regañadientes. Y enamorados. De un constante tira y afloja. Cada uno con sus opiniones y gustos, con su forma de ver las cosas. Ponerse de acuerdo, amarse, disgustarse de nuevo, volver a perdonarse. Toda una vida. Enamorarse hasta de los defectos. Tentaciones no faltan. Dejarlo. Ya está bien. Estás tonto. Estás loca. ¿Y? ¡Qué tonterías se piensan o se dicen a veces! El afecto no es tan intenso. Otra bobada. Y de las grandes. Basta con entrar en casa y sentir su presencia. Pese al enfado de ayer o de antes. El amor es el que trabaja, el que telefonea a media tarde para decir “tengo ganas de verte” o “sin ti se me está haciendo muy largo el día” o un simple “gracias”. El amor es el que regala una mirada cómplice o el que recoge la mesa. El amor es cambiar a su canal favorito y mostrar interés por sus silencios o dolores de cabeza, y estar juntos, más juntos. El amor, enamorarse: darse, prescindir del propio gusto. Cuesta. Ya lo creo que cuesta. Porque vale. Y late. La felicidad cuesta. De no costar sería como mucho una fantasía cursi, o un estremecimiento anodino que no lleva a ninguna parte.

Veinticinco años de fidelidad. No se estila. Ninguno cede. Piensan que el esfuerzo es un lastre, que no es amor ni es progreso. Veinticinco años: millones de caricias y contratiempos. No ha resultado fácil sacar adelante tantos besos e incertidumbres… Y los hijos, que se han criado a fuerza de risas, oraciones y ejemplo. Y excursiones y momentos duros y suspensos y noes (no a la tontuna ambiente, no a la frivolidad, no al capricho de lo que apetece). Y esas películas en familia. O un buen partido de fútbol que grita unánime los goles, o la alegría de ese regate al egoísmo. Amor, que torna el fastidio propio en bienestar de todos. Es entrañable mirarse hoy, justo hoy, cuando desde hace veinticinco años celebráis las bodas de plata todos los días. Mirarse: desnudarse por completo el alma. Sin complejos. Quererse en casa, en la calle o en el dolor inevitable. Fieles: verdaderamente modernos. Mujeres y hombres de carne y sentidos perspicaces. E inteligencia espiritual. Unión: unas ganas locas de no separarse nunca aunque el mundo entero se derrumbe, se acabe y os dé por imposibles. Anhelo eterno. El amor no puede conformarse con menos.

Veinticinco años, dicen. Esas canas que le favorecen a él, y esa dulce cadencia de ella. Tener clase en la vida es amarse así. Y esas manos que siguen el mapa de vuestras almas, esos labios que besan la esperanza, esos ojos que saben a gloria… La misma cama donde el amor es unánime, y se pule en una mutua donación, y piropo, y confidencia. Y cada mañana os sorprende como si fuera la primera. ¿Recordáis? Con el mismo milagro en la mirada. Y esa luz que viene de Dios. Es lo que hoy celebramos, lo que vemos en vuestras caras.