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Reflexiones, poemas, escorzos de vida, fe de lecturas, noticias de amigos... No pretende ser un desahogo, más bien un diálogo. Un demorarme en el resplandor de nuestra existencia. Y en su literatura.


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lunes 28 de febrero de 2011

"84, Charing Cross Road", de Helene Hanff (renovado homenaje)



Dentro del género humano, como es normal, hay de todo. La gama es casi infinita. Pero a lo largo del tiempo hay un grupo de personas que llama poderosamente la atención. Tal vez por su discreta perseverancia, por su clarividente silencio o por la vehemencia de su inusitado amor. Son los lectores. Nada piden para sí -salvo libros claro-, se conforman con poco, huyen de las multitudes, les incomoda el ruido y, es suficiente el tacto de cualquiera de esos libros -o su aroma-, para que todavía sigan creyendo en un mundo mejor. Van pasando las páginas de sus días entre volúmenes que, en su lenguaje, cifran una esperanza, un conocimiento, una emoción que hace de sus vidas algo mucho más verdadero e interior. Es el milagro de la literatura.

Y 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff (1918-1997), publicado en 1970 y editado en España por Anagrama (en traducción de Javier Calzada) se inscribe en esta hermosa tradición. Escrito de manera epistolar, con naturalidad y desenvoltura, nos va narrando las relaciones de una norteamericana de Filadelfia, residente en Nueva York, con la librería que ella escoge para comprar sus libros. La particularidad es que esta librería -Marks & Co.- está nada menos que en Londres. Los sucesos se van sucediendo con gracia, humanidad y cariño. Sin cursilerias, sentimentalismos o remilgos. Entre direcciones, fechas, firmas, pedidos de libros y demás galanterías y requiebros propios del arte epistolar, el lector asiste perplejo a comentarios de lo más variado que van cimentando una profunda amistad, además de una muy bella literatura.

Tal vez sin proponérselo la señorita Hanff -autora de guiones televisivos o libros infantiles- nos ha dejado el apunte de su mejor biografía. La biografía de una persona buena que cree a pies juntillas en la bondad de los demás. Todo ello en el entramado de unos libros que van y vienen -leídos siempre con devoción-, y de los constantes guiños entre lectores que han descubierto una realidad más profunda que ampara su existencia. La realidad de una literatura que se imbrica en lo cotidiano y nos redime de lo vulgar.

Un libro verdaderamente extraordinario, que sorprenderá a quien todavía no sepa nada de él. ¡Cómo me gustaría volver a leerlo por primera vez!

domingo 27 de febrero de 2011

“Star Ship, motín”, de Mike Resnick



Hay cosas que no controlas en la vida. La mayoría. Y de la mayoría no sabrías decir una causa mínimamente aceptable. Desde pequeño aborreces el puré de patata de sobre o las multitudes. Y ahí sigues, en las mismas. Hasta donde te alcanza la memoria o los recuerdos te produce pavor la violencia o el vértigo o los bailes regionales o los dibujos animados japoneses (excepción hecha de Heidi, con el magnífico locus amoenus que regentaba el abuelo). Así mil cosas. Y entre todas ellas ya me dirán ustedes la razón de mi gusto por las películas submarinas y los libros de ciencia-ficción. Puede que sea por el inconsciente que me lleva a escapar de lo mismo, o puede que sea por la querencia que tengo por el silencio. El caso es que me gusta leer de cuando en cuando un libro de ciencia-ficción, y zambullirme en el hiperespacio a la velocidad de la belleza (esa luz, esas miríadas de estrellas), y conocer nuevas constelaciones y razas. La épica espacial tiene un especial encanto, en ese constante descubrimiento de nuevos asombros estelares.

Pues sí, es una costumbre que tengo. Leer ciencia-ficción, digo. No sé si es buena o regular. Es mía, y con eso me basta. La hay de gran calidad literaria. ¡Cómo se disfruta! ¿Manías? Puede ser. Recuerdo a un tipo que conocí -un tipo muy erudito y muy lector y muy doctor de varias ramas del saber- que cuando quería desengancharse del hastío que cunde a veces por las almas, se ponía a leer novelas del oeste de Estefanía. No digo que sea lo mismo, pero cada uno resuelve su vida como buenamente puede o le dejan. ¿A que sí? Mi amor por la ciencia-ficción y su literatura me procura muy buenos ratos. Y de eso, de los buenos ratos, no andamos muy sobrados precisamente.

Julio Verne, H.G. Wells fueron los primeros que leí. Luego vinieron Asimov, Phillip K. Dick, C.S. Lewis, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. A los que se fueron uniendo descubrimientos como Úrsula K. Le Guin, Stapledon, McDevitt, Iain Banks o Robert A. Heinlein. Estos son los que más recuerdo. No soy un entendido o un erudito de la cuestión: soy un lector apasionado. Y todos estos autores me han hecho disfrutar con su prosa y con la poética -que la tiene- de su fulgurante imaginación. Y el último autor que he descubierto ha sido Mike Resnick (Chicago, 1942). Muy galardonado por sus obras (los premios más prestigiosos son el Hugo, el Nebula y el Locus) y con gran predicamento dentro del sector. Pero el sector no es otro que la literatura. Con más o menos fantasía, realidad, filosofía, historia, psicología, espiritualidad, poesía o costumbrismo. Literatura: una narración bien escrita, un texto que emociona más o menos, unos personajes bien trazados, unas páginas que nos transportan al alma de las cosas, a nuevos sueños y aventuras.

Ship, Star Motín (Timunmas) es la novela de Resnick que acabo de leer. La historia -dentro de unos 3000 años- de una nave, la Theodore Roosevelt , más conocida entre la tripulación como Teddy R. (para el autor el gran personaje de los Estados Unidos de América es Roosevelt, de ahí el homenaje). La historia de una vieja nave, prácticamente obsoleta, destinada en el último confín galáctico, cuya tripulación es un desastre, una tripulación compuesta de varias razas cuyo denominador común ha sido algún tipo de desavenencia con la disciplina y la conveniencia de la Armada de la República. Es decir, un soterrado confinamiento. La República está en guerra con la Federación Teroni. Pero esa desidia, caos e inacción de la Rossevelt se va acabar con la entrada en escena del comandante Wilson Cole como segundo oficial, un tipo muy curtido en mil batallas, un héroe para muchos, condecorado a pesar de que no goza del favor de la cúpula militar. Nunca resulta cómoda la gente con criterio propio y con iniciativa. Nunca. Ni en la ficción ni en ningún tipo de realidad.

La narración es fluida y amena, donde el diálogo entre los personajes es el hilo conductor de la acción y de la reflexión, de los sentimientos y fantasías. El hombre sigue siendo hombre. La injusticia compite con la lealtad. Y el mundo (todos esos miles de mundos), siguen necesitando referencias, héroes, historias que contar. Un buen libro.

sábado 26 de febrero de 2011

Juan Pablo II y John Keats



A principios de los noventa del siglo XX, en un día gris de octubre romano, tuve la oportunidad de saludar, de dar la mano a Juan Pablo II (consta testimonio fotográfico). Algunos pensarán de este simple gesto que es algo trivial, o que entra dentro de la mitomanía de cada cual. Para mí fue un relámpago de esperanza, un recomenzar. De alguna misteriosa manera todavía sigo prendido a aquella mano blanquísima en el aquí de mi cotidiana realidad. Un momento inolvidable, debo reconocerlo. El que lo ha probado lo sabe. Toda la biografía de aquel hombre se me hizo presente. Sentí el dolor por la temprana muerte de sus padres, su temor por la oscura sombra del nazismo y más tarde del comunismo. Y vi en sus ojos la mirada feliz del joven obrero, actor, filósofo y poeta que, con la misma fuerza y durante tantas décadas, anheló lo infinito a través de la belleza y del arte, en unos versos -lean Tríptico romano- que interceden por los hombres y claman por la santidad de nuestra existencia. Noté en mi propia mano -lo noto todavía-, el pulso de su amor a Dios y a las almas: coherencia y sentido de una vida.

Ese mismo día había visitado la casa donde murió el 23 de febrero de 1821 John Keats, el poeta por antonomasia, el autor de la “Oda sobre una urna griega” o de la “Oda al otoño”. La naturaleza eterna de los ideales luchando con la fugacidad del tiempo, del misterio que respira nuestra vida. Pensaba en su amor por Fanny Brawne, en el poema que Borges le dedica, en las últimas horas de su joven agonía, allí precisamente, en Roma... Llegué al Vaticano exhausto, mientras balbuceaba una y otra vez los mismos versos, como una cantinela: “La belleza es verdad, y la verdad belleza / -no hace falta saber más que esto en la tierra”. La basílica de San Pedro relucía en síntesis de inaudita fuerza espiritual. Los ojos, en su mirar, hilvanaban una extraña luz que difuminaba la materia a su antojo, la santidad de todas aquellas piedras.

¿Qué tiene que ver, se me dirá, el inmortal poeta inglés con este sucesor polaco de san Pedro? Tal vez su visión apasionada del alma humana (esa sensibilidad que es clarividencia), tal vez la constancia de un amor que transfigura lo ordinario en sobrenatural Poesía.

viernes 25 de febrero de 2011

"Historia de una vida", de Elias Canetti, un libro que no dejo de releer



La memoria es la resurrección del tiempo, una protesta en firme contra la muerte, en esa pugna que nos mantiene en vilo de por vida. Es por ello por lo que, de cuando en cuando, el recuerdo se apodera de nosotros en diminutos fragmentos que es necesario volver a unir, y donde el lenguaje actúa a modo de nexo y de temblor. Son las teselas de un mosaico que aspira, en el dibujo de su cromatismo, a ser relato de una vida donde lo de menos -así me lo parece- es su cronología. Lo que de veras importa es su relectura existencial, la toma de conciencia de unos instantes que desbordan, en su cadencia, la realidad de nuestro pensamiento. El mismo Canetti, en un aforismo de El suplicio de las moscas (1992), escribió: “La auténtica vida del espíritu consiste en re-leer”. Sí, en releer, en revivir, en recordar, en profundizar. “El recuerdo es el inicio”. Pero no consiste en acumular experiencias o triviales anécdotas, pues la verdadera dimensión de la memoria es más profunda e interior, y su raíz está en la incertidumbre, así como en el contacto con los demás.

Elias Canetti (1905-1994), que nació en la localidad búlgara de Ruschuck (“todo lo que he vivido más tarde ya había sucedido una vez en Ruschuck”), es un escritor centroeuropeo, de talante más bien austriaco y de origen sefardita. Su familia procede de España, de Cañete, pueblo de la provincia de Cuenca muy cercano a Teruel. La educación que recibe es cosmopolita. Pronto fueron a vivir a Inglaterra (Manchester), donde murió muy joven su padre, un hombre que siempre recordará “luminoso y alegre”, que fue quien le regaló su primer libro, una edición infantil de Las mil y una noches. Esta muerte le marcaría para siempre. Y de allí a Viena, y después a Zúrich, y a Frankfurt, y vuelta a Viena, y Berlín... Elias se puede decir que recibió una formación peripatética en un mundo que se desvanecía. Siempre de la mano de su madre, de sus lecturas en común. “Ella me abrió las puertas del espíritu”. Desde pequeño sintió la importancia de las lenguas, de la cultura. Para él la pasión por el alemán y por su madre era el quicio de muchas cosas, en un particular enamoramiento que impulsa y es aliento de toda su condición de escritor.

Historia de una vida está compuesto de tres títulos o movimientos. La lengua salvada (1977), La antorcha al oído (1980) y El juego de ojos (1985), y ésta es la primera ocasión en que se publican juntos en español, en el tomo II de sus Obras Completas editadas por Galaxia-Gutenberg / Círculo de lectores, de la sabia mano de Juan José del Solar, con traducción de Genoveva Dieterich, Andrés Sánchez Pascual y el mismo del Solar; con un espléndido prólogo de Martin Bollacher. Comienza a escribirlos Canetti estos libros con 65 años, y abarcan su vida hasta la segunda guerra mundial, hasta los años treinta, cuando muere su madre. De hecho esta obra, dedicada a su hermano Georges, es un largo homenaje a ella, a su madre, y un testimonio de profundo agradecimiento tanto a su familia como a sus amigos. Yo señalaría como carácter definitorio de estas páginas el amor con el que están escritas. La memoria respira este amor, lo observa todo desde su prisma. Pero es un entrañamiento objetivo, nada psicológico, que medita cada instante desde la cardinal emoción de su verdad. El recuerdo actúa como superación de la muerte, como catarsis, sin retóricas discursivas; como redención clarividente de una vida que tiene su verdadero valor en su actitud moral.

La columna vertebral de la literatura de Elias Canetti es el pensamiento, muy en la línea de Robert Musil y Hermann Broch (nunca hay que dejar de recordar su novela La muerte de Virgilio), pero focalizando no tanto en la novela como en el ensayo, en el teatro, en los aforismos, en la historia, o en estas memorias que aquí comentamos y recomendamos. Es un creador de género nato. Todo el conjunto de su obra forma una suerte de autobiografía espiritual, un autorretrato que nos fascina y nos sirve más allá de la literatura y más acá de su feliz prosa abisal.

jueves 24 de febrero de 2011

La música de Dios




Música clásica. Cuarteto de cuerda
en lugar sagrado. Obras de Bach, Vivaldi, Mozart...
Juan se duerme en mis piernas. Y siento su melodía
(la oración de sus notas) que se eleva con fuerza,
se expande y vibra en el alma de los santos.
Contemplo su altura. Allá arriba
-en la cúpula del templo que se abre al cielo-
hay un invisible remolino de armonía.
Es la piedad del violín que interpreta
la presencia de Dios en una emoción diáfana.
Música: vida interior, el compás
de la creación, de la piedad que ilumina las vidrieras.
Siento aquí mi genealogía: en esta iglesia,
en esta música donde germina para mí el universo.

miércoles 23 de febrero de 2011

Todo lo posee quien nada desea



Que todo lo consigue quien a sí mismo se vence: todo lo posee quien nada desea: todo lo puede quien tiene a Dios consigo: todo lo pierde quien de Dios se aparta”. (De un devocionario de 1832).


No desear nada. Es fácil decirlo, o escribirlo. Pero quién es el guapo (o guapa) que no desea nada, que se pone a ello, que le trae al fresco las mil cosas que nos rodean o que se nos ocurren a cada momento. Austeridad absoluta, vida frugal, pasar con lo imprescindible, sin crearse rocambolescas necesidades. Con la de objetos tan apetecibles que se prodigan, y el dinero, y esa chica (o ese chico). Y esa ropa y esas vacaciones. Parece que va contra natura. ¿Cómo no voy a desear nada? ¿Cómo voy a vivir sin hacer realidad las fantasías más apetecibles? El mundo es un escaparate de coruscantes deseos. “Todo lo posee quien nada desea”. Esos juegos de palabras serán muy profundos, pero no está la vida de la gente para muchos jeroglíficos. ¿Quién entiende este galimatías tan místico? Pero se puede pensar un poco, considerarlo con un poco de silencio. Veamos. El asunto está en la sobriedad de hábitos y costumbres. Que predomine el alma. Que la inteligencia y la voluntad opten por lo que más conviene a la felicidad del sujeto, sin dejarnos llevar por la apetencia, por la concupiscencia de los sentidos o de la imaginación, siempre tan floreciente. Optar por llevarnos la contraria de cuando en cuando, por hacernos fuerza. Un poquito de sacrificio enrecia. Por aquí se asoma la virtud -¡oh, sí, las virtudes!- de la templanza, sin ir más lejos, que nos puede venir muy bien para un mejor gobierno del alma, para una visión más plena de nuestro propio ser, de su existencia. Puede que haya muchos que digan que no quieren poseerlo todo, que se limitan a desear lo que se tercia para una vida lo más agradable posible. Placentera, matizarán otros. Que bastante penas, etcétera, etcétera. Que tampoco es para tanto. Pero me fijo en la palabra “todo” y en la palabra “nada”. “Todo lo posee quien nada desea”. ¿A que “todo” se refiere la frase? ¿Y a qué “nada”? “Todo lo posee…”. ¿Qué significa ese “todo”? No hacen falta muchas luces -o quizá sí- para darse cuenta que el autor se refiere a una plenitud de estirpe espiritual. Ese “todo” es el colmo del gozo, de una alegría que no está en la frivolidad, en el consumo o en todas esas elucubraciones y ensoñaciones y escaparates. El personal -cada uno- instintivamente huimos de la exigencia que conlleva dominar los más variados apetitos. La tensión es fuerte, dura es la victoria sobre tan prolífica tentación. El corazón pesa a base de tanto acopio de cosas. Sólo se vuela, y se encuentra verdadera satisfacción de la vida, si se está desprendido de uno mismo, y de lo que se nos antoja. Esos caprichos vagos, esa vanidad, esas florituras. “Todo”. “Nada”. “Todo”. ¿De qué se trata? ¿De quién se trata? Dios, el alma. El alma en Dios. El vuelo, la felicidad, la gracia. Y vamos profundizando un poco. ¿Conformarnos? No, no. Amar. De eso se trata. Amar a Dios y tener señorío sobre uno mismo. Pureza, mansedumbre, mesura. Sin fraudulentos arrebatos. El contento no es asunto de dinero, de patrimonio, o de colmar cualquier apetencia. Ese “todo” está en la forma de afrontar la vida -la nuestra, la de los otros- y la conciencia. Ese “todo” está en saber afrontar los desplantes de los días; en saber poner buena cara al asco, a la privación o a la desgracia. Ese “todo” está en considerar la “nada” que somos, aunque pueda parecer que no nos falta de nada, o que somos algo. Y podemos seguir ahondando otro poco más. No desear “nada” es desearlo “todo”. Y no es una fácil paradoja o un mero juego de palabras. Es aspirar a la esencia, al alma de todo, al amor donde germina “todo” y donde todos podemos llegar a encontrar la felicidad que anhelamos desde cualquier perspectiva. Sin cortapisas ni plomos que lastren el corazón, su vuelo.

martes 22 de febrero de 2011

Fantasía biblioromántica de un obstinado biblioromántico




Leía un libro editado en mil setecientos y pico. Y acariciaba el papel fibroso y el cuero gastado. Y pensaba en quién compraría ese libro por vez primera. ¿Una dama o un caballero? Quisiera pensar en una dama, que se disponía a partir de viaje o que se aburría, sencillamente. Como yo. Sentí su emoción al comprarlo, y sus manos en donde están ahora las mías. Es curioso como uno puede percibir una caricia al cabo de unos siglos. Los delicados dedos de la dama curioseaban entre las páginas entonces recién impresas, y se iban entrelazando con los míos. Leía a solas en su casa. Y yo con ella. Dejaría el volumen en su mesilla o sobre su vestido de seda o muselina o gasa. Y yo que la miraba, quiero decir que miraba el libro cada vez más de cerca. Leía unas pocas palabras y palpaba su piel con filigranas…, y me fijaba luego en lo blanco del papel, y sobre él su mano aún más blanca todavía. Caligrafía fina la de sus venas, y esas yemas de los dedos que sujetaban la página en un tierno embeleso. Y ese beso que quizá dejó como glosa en algún margen del tiempo, y que yo busco, o sueño que encuentro. En el libro estamos juntos, soñamos juntos. O lo más probable es que todo el sueño sea sólo mío. Pero me resisto, no puede ser. Aquí estuvo ella, aquella dama de mil setecientos y pico. Lo sé. La sé. Siento el tacto de su melancolía en estas páginas que han sobrevivido a los más inciertos avatares de la vida. Por algo llegó este libro a mis manos. Por algo sería. Quizá ella, la dama, me soñó a mí también. Los lectores somos dados a fantasear no poco. Soñó que un lector futuro tendría en sus manos el libro que descansaba abierto en su regazo o sobre su pecho. Soñó que ese lector soñaría sus manos, y que las tomaría entre las suyas, sobre todas aquellas palabras que entonces, como ahora, dejaron muy pronto de tener interés. Importaba más ese delicado roce de la piel que encuadernaba una emoción distinta. El libro abierto, la mirada llena de luz, escrutando un punto indeterminado de la habitación. Ya nada de aquello existe, salvo la luz y el libro. Y quizá un sueño en común: esta compañía -o fantasía- entre una dama española del siglo XVIII y yo.

lunes 21 de febrero de 2011

¡Levantemos el corazón!




Arriba con él. Venga, ya. Arriba, hacia lo más alto. Por encima del fango y del desánimo y del desamor. ¡Arriba! El corazón necesita espiritualizarse, oxigenarse en Dios. No hay debilidad que valga. Es la palabra de Cristo. Hay que ponerse en camino hacia el Padre. Regresar, auparse. ¡Levantemos el corazón! A la altura del Cielo. Pedir ayuda, pronunciar el perdón. “Perdóname Padre”. Estamos dispuestos. Estoy preparado. Para seguirte. Para escucharte. Para quedarme al pie de la Misa y comulgar Tu redención. Y salir a las calles siendo Cristo, no yo. Ayúdame Señor, tengo frecuentes infartos en el alma por falta de oración, por falta de decisión. Dejo que la piedad se me escabulla, y no vibro, y todo se me hace oscuro. ¡Levantemos el corazón! Señor mío, toma mi corazón y amásalo con Tu sangre, y que adquiera la sustancia de Tu santidad. Sólo Tú eres la santidad y la felicidad y la esperanza. Que lata en mi corazón Tu latido de Amor. ¡Levántanos el corazón! Impúlsalo, otórgale el sentido de la divina ternura que murió en la Cruz y resucita cada día a nuestros ojos. El corazón, el corazón. Mi corazón que busca el latido del amor de Dios. “El cielo que me tienes prometido”. ¡Qué tormento es la vida cuando no levanta el corazón a Cristo, con Cristo! Creemos vida cualquier escapatoria. Dicen que es amor cualquier escombro. Ni fuerzas quedan para recobrar el ritmo de la piedad. Levantemos el corazón. Con decisión, con voluntad. El vivir se hace duro cuanto más duro se hace el corazón. Y pesa bajo el peso de tanta cobardía. ¿Dónde está la plegaria que debería ser nuestra vida? ¿Dónde el incendio de ese fuego que propaga el Amor? ¿Para que sirve un corazón que no se enamora de Dios? ¡Levantemos el corazón! ¡Levantemos el Amor! ¡Levantemos la Cruz de Cristo! Más alto, más arriba. Que se vea, que nos vean. Que Le vean a Él: al Hijo de Dios. No podemos estar más tiempo tumbados, escondidos, arrumbados, sesteando en la tibieza crónica de una vida supuestamente cristiana. Levantémonos. Desperecemos nuestra vida. Cuanto antes. Consideremos nuestra alma aterida. Contemplemos a Jesús-Hostia, cómo fosforece de luz y misericordia. Recemos para que nuestro corazón recobre el aliento, su envergadura, su gallardía. Con devoción y humildad y desenvoltura. Esta vez sí. Con la gracia del amor que late dentro de Dios. Levantemos el corazón, arrodillemos el alma. Trabajemos por Cristo, en Cristo, para Cristo. “Mirad como se aman”. Mirad como Le aman.

domingo 20 de febrero de 2011

“Obra poética completa”, de Antonio Colinas





El poeta ha aliviado mis heridas.
El verso es la palabra que redime.

A.C.



Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946). Poeta. Y un buen amigo. No debo omitir este hecho. Porque es el que más me importa, y además quiero hacerlo. Llevo años, muchos años, tratando a Antonio Colinas. Y con él a su obra literaria, a su alma. Porque la característica que mejor le define -si es que es necesario definir nada- es el alma. Y una sensibilidad especial para captar el entramado espiritual de la cultura, de la naturaleza, del hombre y del mundo. Antonio Colinas. Poeta. Que indaga en el misterio del corazón humano, que busca esa “palabra nueva” que nos sugiera lo indecible: esa música que trema, ese idioma del alma, ese fundamento que nos sostiene en la existencia. Las palabras, su ritmo. Las palabras y el sentido que subyace. La luz que trasciende la vida, la luz que se adentra en lo oscuro, la luz que brilla y orienta y cruje en la nieve. Poeta: la biografía del alma, el canto, el conocimiento. “Misterio superior este de ver” dentro de la mirada. Y la pregunta que aparece en su libro La muerte de Armonía (1990), la pregunta… “¿Dónde está el mundo y dónde está su centro / y su afuera?”. ¿Dónde está el alma del hombre? ¿Por dónde respira? La poesía de Antonio Colinas: su vida, nuestras vidas. La búsqueda, el ardor, la sed, la paz, la umbría de los años. La vida, la intimidad de nuestro ser, ese anhelo de amor y de pureza. La poesía, esa ebriedad del alma, esa clarividencia, ese aroma de la tierra, esa certeza de lo divino.

¡Son tantos los años leyendo la poesía de Antonio Colinas! Es tanto el gozo que procura ese rumor de versos que mana del alma y fluye por el tiempo y se precipita en los ojos. “Un infinito gozo y una música…”. Poemas a los que siempre se vuelve. En mi caso, especialmente a los de Noche más allá de la noche o Libro de la mansedumbre. ¿Qué decir de todo ello? El hombre finito y el hombre infinito (en su unidad). “Salvad mi vida del vivir fugaz”, de lo superficial y anodino. El ansia de cobrar altura, de cobrar conciencia de la eternidad que somos. Esa eternidad que palpita en nuestra carne y en el temblor de los poemas y de la vida. Esa eternidad que se asoma a la belleza, al significado de las palabras (y a su bruma), a lo incandescente de los cuerpos, al murmullo de las estaciones, al silencio de una lágrima, o al último suspiro de la muerte. Con la poesía algo renace y se redime. El lector de la poesía de Colinas siente la llama y la llamada (ese fuego que arde en todo hombre, "combate del vivir para ser llama"), siente una revelación en la penumbra, siente que es verdad esa “luz interior” que atisba.

Y he aquí una nueva edición de la poesía de Antonio Colinas. Las venía publicando en la editorial Visor, con el título de El río de sombra (1994, 1999, y 2004), aunque ya antes había habido otras recopilaciones; y precisamente una de ellas recibió en 1982 el Premio Nacional de Literatura. Ahora, sin embargo, se ha omitido ese título y la editorial ha pasado a ser Siruela, en un volumen primoroso, muy cuidado, encuadernado en tapa dura y con la imagen de Simonetta Vespucci, de Sandro Boticelli, en portada. Los buenos lectores de Colinas ya conocen que “Simonetta Vespucci” es el primer poema del que para muchos es su mejor libro: Sepulcro en Tarquinia (Premio de la Crítica). Un poema que comienza así: “Simonetta: / por tu delicadeza / la tarde se hace lágrima, / funeral oración, / música detenida. / Simonetta Vespucci: / tienes el alma frágil / de virgen o de amante”.

Obra poética completa, tal cual, ese es el título del libro que tengo encima de la mesa. Con los añadidos de su libro La Viña salvaje (a caballo entre Sepulcro en Tarquinia y Astrolabio, a su vez muy ampliado, y que yo conocí publicado en Córdoba por Antorcha de Paja en 1985), y “El laberinto invisible” (poemas inéditos que conforman un tercer movimiento de su hasta ahora último libro: Desiertos de la luz, que apareció en Tusquets, en 2008). Otra característica de lo más enjundiosa de esta edición en Siruela es el breve ensayo, a manera de prólogo, que escribe el poeta. Antonio Colinas siempre se ha distinguido por una gran perspicacia a la hora de valorar su propia obra poética y la magnitud y el sentido de la Poesía (recomiendo con fervor la lectura de su libro El sentido primero de la palabra poética, también en Siruela). En ese prólogo, titulado significativamente “Un círculo que se cierra, un círculo que se abre”, el autor reflexiona sobre las distintas fases de su obra, aunque remarcará (recuerdo que siempre me lo ha subrayado personalmente) que “la obra de una vida posee una unidad que es la que, ante todo, cuenta”. Y es verdad. Porque si algo percibe el lector atento es la coherencia de toda la obra de Colinas. En su evolución estética y espiritual hay una evocación lírica y trascendente del hombre y del mundo, y una vocación clarísima por la poesía como responsabilidad y discernimiento.

Su poesía, desde luego, ha conocido fases distintas: neorromanticismo, culturalismo vitalista, ahondamiento órfico y metafísico, y lo que yo llamo realismo trascendente (esa búsqueda del amor divino, esa voz que se alza en un mundo desacralizado). De todo esto habla Colinas mucho mejor que cualquiera en su prólogo al volumen, donde “el poeta da razón de su palabra”. Hace unos siete años escribí: “Su escritura se caracteriza por una coherencia interna indudable, que deviene sobre todo de una exigencia existencial (y por lo tanto literaria), de una urgente necesidad por expresar el misterio que expresa cada uno de nuestros actos. En su poesía nada está dejado al albur. Cada palabra es signo que identifica la armonía de una intuición, cada poema la consumación de un profundo enamoramiento. La memoria, el inconsciente (con sus lecturas de C.G. Jung), su familia y amigos, la cultura y la naturaleza, van hilvanando un radical apasionamiento y una nítida identidad, una hermenéutica redentora en y desde la poesía, donde el hombre encuentra ‘la corriente infinita’ que lo salva”.

Y, para terminar, creo que este libro estaría incompleto si dejáramos aparte los Tres tratados de armonía (Tusquets), libros que son claves en la poética y en la poesía de Colinas. Es decir, en su alma. Libros de gran calado espiritual, donde la prosa poética alcanza una calidad literaria incuestionable. Libros que en realidad deberían estar en este libro, en esta Obra poética completa.

Postdata
: Siempre que escribo sobre un libro de poesía me pregunto si hacía falta, si acaso alguna de mis palabras era necesaria.

sábado 19 de febrero de 2011

“Cuentos de lo extraño”, de Robert Aickman



Inglés tenía que ser. Y lo escribo con rendida admiración. Porque me cautiva la literatura inglesa. No entro en géneros. Entro y no salgo de la literatura. De su literatura. Daniel Defoe, Stevenson, el londinense Wilkie Collins, George Eliot (o Mary Ann Evans), Jane Austen, Chesterton, Kipling, Tolkien, Dickens, Lewis Carroll (o Charles Lutwidge Dodgson), Charlotte Brontë… Tantas y tantos. Abrumador, una suculenta biblioteca por si solos. Un disfrute de por vida. Y añado: esos escritores tan amantes de la aventura, del misterio y suspense, de la realidad impugnada por tantas dudas y fantasmas. Es una gozada. Un frenesí literario sin parangón del que me declaro fiel lector. Necesitado lector.

Y llega a mi escritorio Cuentos de lo extraño, de Robert Aickman (1914-1981), en traducción de Arturo Peral Santamaría, prólogo de Andrés Ibáñez y fotografía de portada de Inka Martí. ¿La editorial? Atalanta. La fértil y esmerada Atalanta. Yo no había leído nunca a Aickman. Hasta que leí su relato “Páginas del diario de una joven” en el antológico volumen Vampiros, también cosa de Atalanta. Lo leí, me gustó. Pero sobrevinieron mil libros más, y la vida, que hace de las suyas, con sus visajes y su no parar. Pero aquí está de nuevo Robert Aickman. Andrés Ibáñez nos lo presenta y va a la entraña con su habitual sagacidad y pasión lectora -enganchado como estoy a sus artículos del ABC Cultural (leo siempre a Ibáñez, a Malpartida y a Siles)-, que estas cosas se notan a unas cuantas leguas. Lo que hace el saber. Y el saber transmitir el talento de los demás. Agradecido.

La obra de Aickman se recoge en diferentes colecciones de relatos. El tipo, digamos que fuera de los más iniciados en este tipo de literatura basada en cierta turbación y desasosiego dicen que sobrenatural, pasa un pelín desapercibido. Me he tomado la molestia. He preguntado vía Internet, telefónica y presencial a unos cuantos amigos que considero asiduos lectores (de esos que leen al menos un par de libros al mes y visitan librerías como el penúltimo bastión de la esperanza). Ninguno lo conocía ni recordaba haber leído nada suyo. Lo cual no es demérito ni para unos ni para el otro. Porque Aickman es bueno de narices (perdón por la expresión) y mis amigos gozan ahora de la tremenda suerte de poder disfrutar de estos Cuentos de lo extraño. Bueno, en parte es la labor magnífica sobre todo de los pequeños editores, que no sé si por pequeños o porque son así de vivos, se fijan más en libros y autores que pasan desapercibidos, cuando no ignorados, pese a su evidente calidad literaria (evidente cuando se lee, claro está).

Bueno, pues ya están leídos estos cuentos de Aickman. ¿Y? Mientras los iba leyendo pensaba que la buena literatura, la de alcurnia, la clásica, la que afecta al alma y pone una pica más allá de lo burdo y de lo cotidiano rutinario, esa literatura, pensaba, siempre nos hace poner la atención y las ganas en asuntos insólitos o chocantes. Me preguntaba si la vida ya de por sí no es suficientemente anómala. Y leía. Y seguía pensando. Nos pasamos la vida intentando escabullirnos de la realidad, o interpretarla a nuestro capricho, o soñando con los ojos bien abiertos. ¿Dónde está nuestra identidad? ¿Quiénes somos realmente? De eso escribe Aickman. Creo. La vida es una constante inquietud. Bullimos de sueños y callamos como muertos, sin atrevernos a enfrentarnos con la verdad, o con la monotonía, o con la memoria… Soñamos. Los personajes de Aickman -cómo nosotros- son presa de sueños, de fantasías, de anhelos, de miedos, de expectativas...

Los seis cuentos aquí presentes generan en nuestro interior esa inquietud, como una nueva manera de mirar lo que nos sucede, por vulgar que parezca. La vida es extraña y suceden cosas extrañas. Aickman lo sabe. Como lo supieron Arthur Machen o Walter de la Mare o Algernon Blackwood (me limito a citar autores que he leído). Lo más extraño es quizá que somos extraños a una visión más profunda y abierta de la realidad. Extraño es por ejemplo que comience un servidor la lectura de “Nunca vayas a Venecia” (pág.228) y sienta una comezón tremenda. Henry Fern es el protagonista del cuento de marras. Y el narrador va describiendo mis propias circunstancias, las mías: “Su trabajo estaba muy por debajo de sus capacidades teóricas, pero tenía una idea muy clara de sus propios defectos e interiormente se inclinaba a creer que, de no ser por uno o dos golpes de fortuna, habría sido un excluido social. (…) Al igual que la mayoría de los introvertidos era muy dependiente de comodidades pequeñas y habituales (…). Su visión de la vida estaba orientada hacia dentro. Leía mucho. Pensaba mucho”. Y todo ¿para qué?

Sucesos extraños. Sueños. ¿Casualidades? Los espectros de la infancia. Más sueños. Y la máxima inquietud del último relato, de “En las entrañas del bosque” -desde luego el mejor de todos-. ¿Y si no pudiéramos soñar sometidos a un perenne insomnio? ¿Qué sería la vida sin sueños, sin lo extraño, sin lo imprevisible? Buscamos la redención, el que “mi vida valga la pena”. Lo extraño quizá es lo que deseamos, lo extraño quizá nazca de la frustración o de una imaginación que no se conforma, que quiere prologar lo que somos en lo que todavía no somos. Estos cuentos llamados sobrenaturales focalizan situaciones en donde se provoca una ruptura, un encuentro con ese otro lado de nosotros mismos. Esa es la fisura por donde el autor inglés nos asoma. El caso es que disfrutas con Aickman, y te preguntas si está sucediendo todo lo que se supone está sucediendo. Porque la vida -como la Tierra- nunca ha sido ni es plana, y esconde una zona desconocida de sombra. Y de asombro. ¿Quién quiere conocerla, aventurarse en ella?

viernes 18 de febrero de 2011

Zapatero o la fuerza del sino, o la del faisán (disquisición política sin que sirva de precedente)



El gobierno del Reino de España que preside el Sr. Zapatero -y en esto no se aparta ni un ápice de Felipe González y los suyos- tiende inexorablemente a convertir su mandato en algo que va mucho más allá de la normal alternancia democrática de partidos y al bien común de los ciudadanos. Pertenece a su natural condición y a su peor tradición -entre el marxismo recauchutado (republicanismo botarate) y el PRI mixtificado- querer institucionalizar un régimen que acapare casi todas las esferas de poder. Un régimen que se perpetúe en el tiempo más de lo que algunas almas cándidas de la presunta oposición puedan llegar a pensar, a no ser que espabilen pronto. Poco a poco, y sirviéndose de sus dóciles e interesados medios de comunicación, de “pesebristas” y demás compañeros de viaje, han ido creando un clima social crédulo a sus desvaríos, anestesiado por inauditas campañas de imagen y propaganda en las que hay que reconocer son consumados maestros. Y en este punto Rajoy y sus pretorianos deberían tomar clases particulares de picardía con urgencia, si quieren hacer algo en las próximas elecciones generales -yo, de las estadísticas, quiero estar lejos- y sacarnos a todos de este marasmo moral, económico, etcétera, que nos desencaja la mandibula, el animo y los sueños.

El zetaperismo es la reencarnación del felipismo en su estado más engolado, ignaro y triste. Síntomas no faltan. Sobre todo en esa propensión a la desfachatez en general que intenta encubrir lo viscoso de un ministerio del Interior que parece seguir viviendo en los fabulosos tiempos de Barrionuevo, Vera y Corcuera, héroes de la golfería cañí, tan ensalzada por González a las puertas de la cárcel con aquellos impúdicos arrumacos, mientras las señoras jugaban al corro de la patata. ¿Lo recuerdan, verdad? Eran los mismos que hacían acopio de fondos reservados por el bien de España y esas cosas. En su característica línea política del fin justifica los medios los socialistas hicieron, desde el principio, todo lo posible por obstaculizar y abortar la asunción de la verdad. La verdad no interesa. Ellos sabrán porqué. Otro síntoma de este renovado régimen es el papanatismo afrancesado de nuestra política exterior, con un antiamericanismo asilvestrado y obtuso que Jean-François Revel analizó certeramente en su libro La obsesión antiamericana: dinámica, causas e incongruencias, publicado por Urano, y cuya lectura recomiendo; o un entreguismo vergonzoso cuando es Obama o no queda otra (el entreguismo al mundo árabe, a las dictaduras “amigas” es demencial, o ese propensión tercermundista). ¿Otro síntoma del zetaperismo? Lo sectario de una educación atropellada por una más que mediocre demagogia, pues en este tipo de regímenes prima el aliño de un alicorto igualitarismo sobre cualquier tipo de excelencia intelectual. Y también la politización de la justicia, un laicismo anticatólico evidente (apesta el tufo masónico), la subvención de los amigos al por mayor, o el ataque sistemático y demoledor a la fama de los que no piensan como ellos. Todo ello presidido por una inquietante confusión ética, que junto a la estética de un talante desquiciado por la doblez es lo que más estragos causa.

La política del zetaperismo -como la del felipismo del que procede- se basa sobre todo en la improvisación, en el embaucamiento mediático, en las filtraciones interesadas y en las verdades a medias. Los proyectos concretos a largo plazo son casi inexistentes o chapuceros. Prima más el egoizquierdismo partidista y electorero que el fortalecimiento de España como nación. ¿Cuál es la herencia que nos deja Blablatero? ¿Rubalcaba, Bono? ¿Bono, Rubalcaba, Chacón? El paisaje no puede ser más desolador. ¿Se les seguirá votando pese a su ineficacia, pese a la mamandurria pandillera, pese a mentir con descaro y pese a su desastre de gestión? Yo no tengo duda. ¡Que viene la derecha, que llega el doberman! ¿También asediarán las sedes de la oposición o se está cocinando alguna otra idea más cool? ¿Qué cavilan? ¡Qué peligro tienen! Y con el tiempo Zapatero seguirá los pasos de su “compañero” Felipe: impartirá (y cobrará puntualmente) conferencias que le escribirán otros, jugará a basket en su mega chalet de lujo, verá las pelis de su admirada Sinde o de Javier Bardem, y cenará alguna vez con Isabel Preysler y Miguel Boyer (la vocación pija de los socialistas y su pujanza inmobiliaria y financiera es digna de consideración). Como si no hubiera pasado nada. Pero pasa, está ocurriendo. ¿Rubalcaba, Bono, Chacón? ¿Chacón, Bono, Rubalcaba? ¿Lo dicen en serio?

jueves 17 de febrero de 2011

Lectura a la luz de las linternas



Una de las muchas cosas buenas que tienen los hijos es que vuelves a vivir en ellos -y con ellos- tu propia infancia e incluso una buena parte de la adolescencia. Cada gesto suyo, cada palabra inocente (o esa protesta o queja recurrente), y la trasparencia de cada mirada vivaracha o rebelde, forman un entramado tal de ternura -entre otras cosas- que uno acaba reconociéndose en ellos. En sus juegos vemos volver nuestros juegos. Y algunos que otros sueños que creíamos perdidos. Son los mismos vaqueros y los mismos indios (o lo que se tercie), pero con algunos años menos. La puntería era quizá más certera la nuestra, aunque los movimientos no eran -de eso estoy seguro- tan trepidantes. ¡Cuántas veces acaba uno también en el suelo, galopando hacia el atardecer como Lucky Luke, o derrapando en un estupendo Ferrari, o sobrevolando el universo de la habitación junto a Supermán o el gran Capitán América! Constatamos que la vida pasa, transcurre, pero nada se pierde. Y en lo esencial tampoco hemos cambiado mucho. Seguimos siendo unos niños, y con frecuencia adolescentes, y tan consentidos como ellos.

Pero todo esto de volver a vivir la propia infancia-adolescencia, viene por lo que sigue. Algunas noches, cuando llego a casa, o cuando dejo de escribir o leer avanzada la madrugada, he encontrado a alguno de mis hijos leyendo a la luz de sus linternas (otras eran juguetes electrónicos, es cierto, que nadie es perfecto). Y sin hacer un mito del tema, reconozco que el asunto me emociona. Soy incapaz de reñirles, de afearles un comportamiento del que me siento orgulloso. ¡Cuántos cómics y tebeos y libros leí de este modo, con nocturnidad y alevosía! En ocasiones, agazapado en la proximidad de sus habitaciones, medio a oscuras, me adentro en un ensimismamiento nostálgico, guiado por la tenue luz de sus pequeñas linternas. Ante mí desfilan Zipi y Zape y Mortadelo y Filemón, El Capitán Trueno y El Jabato, Tintín y Astérix, Namor y Thor,; y después Los cinco, Los tres investigadores, Julio Verne, Sandokán o El corsario Negro. Y vuelvo a ser feliz con aquella felicidad de entonces.

Y es que con el paso del tiempo la vida se va convirtiendo en inevitable elegía (dejemos los pespuntes de drama para otro día). O parecido. Recuerdo cuando las pilas iban perdiendo intensidad de luz y uno forzaba un poco más la vista -¡ay, aquella vista!- mientras agitaba furioso la linterna. Tenía que aguantar como fuera, lo suficiente para terminar aquel capítulo o tal vez el libro. Daba igual la hora que fuese o el peligro que hubiera que afrontar. Peor lo pasaba mi compañero el Corsario, atravesando aquella selva inhóspita, repleta de alimañas y arenas movedizas, camino del fortín de Maracaibo. Si el “enemigo” acechaba me sumergía por completo entre las sábanas, conteniendo la respiración. La tensión era grande, pero merecía la pena. Había momentos en que olvidabas que estabas leyendo, porque estabas dentro de la historia, de los sueños. ¿Mañana clase? Bueno, vale. Y tampoco he cambiado mucho.

Es por eso por lo que contemplo a mis hijos con orgullo, sabedor de que esa luz fomenta otra más potente: la de su imaginación. Que a su vez hará germinar una inteligencia más despierta y una voluntad a prueba de asedios y peligros mayores que las panteras o las sierpes. Peligros como la frivolidad o la desidia, o la falta de recursos críticos y de vocabulario. Y al mismo tiempo seguirán toda su vida corriendo las más estupendas aventuras y soñando sueños. ¡Qué mayor dicha!

miércoles 16 de febrero de 2011

La urgente necesidad de la oración



Ya la casa ha quedado más o menos ordenada. Sé que nunca será bastante, pero la ropa está recogida, el suelo barrido, el lavavajillas en marcha, la casa aireada… Todo dispuesto para rezar un rato y luego trabajar con palabras durante la mañana. A rezar, a airear también el alma. Me entran las prisas por otras cosas, como hojear libros nuevos o darme una crema en la cara. Lo sé, es así, sucede. En cuanto me dispongo a comentar con Dios lo que sea, se cruza por delante una bombilla fundida, una llamada imprevista o un recuerdo agradable. Sucede. Y hay que estar preparado. ¿Cómo? Lo más simple es precisamente hablar con Dios de la dichosa bombilla, de la llamada o del recuerdo y su melancólica pujanza. De lo que sea. Es Dios, es mi Padre. ¿A qué padre no le interesan los más nimios detalles de la vida de un hijo? Aunque tenga que poner cara de póker. Pero sólo imaginar -aquí viene muy bien la siempre activa imaginación- el cariño de Dios y de mi Cristo, uno, más que indigno, se siente el hombre más feliz del universo. Al menos durante breves momentos. Porque la constancia no es uno de mis puntos fuertes. Y es de esto, de esto es de lo que tengo que despachar con mi Jesús: de mis flancos débiles y menos débiles. Cuando más místico me pongo (es un decir) más gorda es la caída. Pasa, ocurre. Creo que soy yo el que aguanta el tinglado, y a la mínima mi alma se desmorona. ¡Seré estúpido! Veamos, veamos. Abandonarme a la gracia de Dios y no a mis antojos. El cristianismo es Cristo y es Su gracia, y es el anonadamiento de mi alma. ¿Qué? ¿Te creías que no te iba a costar, que ya estaba todo hecho? Debo perseverar en estos encuentros con Cristo, debo mantener fija la hora y cierto entusiasmo (o al menos un mínimo). Ponerme en Su presencia y… Lo normal es que necesite de un libro piadoso, de una idea, de algo que me ponga en órbita del Corazón de Cristo. Aunque corra el peligro de leer hasta el final de los tiempos y, al cabo, no le haya contado nada. También hay que tener templanza en la lectura. Pero ese es otro cantar, otra lucha. A lo que voy es que se me cruzan unas facturas o el correo o el frágil corazón de mi suegra (se tiene que apresurar la cirugía, que no se diga de Ti, Dios mío, que ella es de los tuyos, de los más cercanos). O sueño que un amigo se empeña en pagarme por sorpresa un viaje a Roma o al próximo otoño canadiense o a Santander. Sí, Santander -¿qué te parece Jesús mío? (ya voy aprendiendo a involucrar al Maestro en mis sueños)-, y así aprovecho y visito la biblioteca de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Y me viene más al alma que a la cabeza, un soneto de dicho autor. “Espera un segundo, Jesús mío, que Te lo leo”. Y Se lo leo en voz alta, emocionado. Y a mí se me queda el eco del antepenúltimo verso: “Quiero, en Aquel que quiero, transformarme (…)”. ¿Cómo Te quiero Jesús mío? ¿Cómo es mi querer de concreto? ¿Estoy decidido a que mi voluntad sea sólo amarte, lo que Tú quieras, o me reservo -sólo para mí, sólo para mí- no pocas inquietudes o deseos? Me aburro de escucharme, y el alma en vez de adentrarse en la dulce voz del Señor, se desliza hacia el sopor o hacia la apatía. ¡Qué escaso amor! ¡Qué fe tan raquítica! Y termino la oración con una especie de sonrisa boba. No puede ser. Y Le digo en un susurro: “Transforma Dios mío mi voluntad y mis afectos, metete en mí hasta la médula (no lo merezco, pero Te lo pido); que me dé cuenta de Quién eres; ¡si sólo supiera quererte un poco!”. Y en este momento siento una gran paz. Y un tremendo orgullo de ser su hijo.

martes 15 de febrero de 2011

“Ante el silencio”, de Christophe Agou




Un conjunto de fotografías. La mirada, el objetivo. La memoria de una añoranza. La vuelta al origen, a la raíz. El silencio, la naturaleza, los pueblos de la provincia francesa de Forez. El tiempo en sus instantáneas de lluvia, nieve y la niebla que es siempre el vivir. Escenas cotidianas, gentes sencillas. Y las fotografías que nos adentran en el rastro y en las huellas del pasado, o de un misterio que no acierto a definir. La mirada, el testimonio. Objetos magullados por el tiempo, personas que tal vez conocieron la felicidad, viejos edificios, paredes sucias que sostienen aún un hogar. Una fotografía es una meditación de la condición humana y de la propia existencia del que la contempla. Restos de tiempo, silencio. Restos de vida. Cachivaches diversos, una mirada de gato, y esa luz que se abre paso por el alma de las cosas y del cotidiano existir.

Ante estas fotografías de Christophe Agou (1969), agrupadas en el volumen Ante el silencio (editorial Lunwerg) y que le han valido el "European Publishers Award for Photography 2010", uno siente una emoción muy parecida a la piedad. No sé, uno contempla las miradas de esos hombres y mujeres, contempla los marcados rasgos de sus caras y esas manos que trabajan o descansan o muestran la nostalgia de unas fotografías. Personas en medio de la naturaleza, junto a sus animales, en su tierra. La sencillez, la sobriedad de gestos y de vida. Imágenes donde la luz grafía el misterio humano, donde se sugiere el cansancio y hasta la tristeza. El pensamiento de esas miradas perdidas, la vejez, la pobreza. El hombre que lucha, que se abre paso entre la vida y contra esa cronología que llena de niebla la vista.

Ante el silencio. Entre el silencio. La santidad del trabajo y de esos campos verdes y de ese cielo tan nutrido de densas nubes grises. Hay una patina de nostalgia en todas estas imágenes, de sueños quizá ya perdidos para siempre. Familias que ya se fueron y las ruinas que van dejando los días. Signos de la existencia del hombre… Esas miradas son lo que más llaman la atención de estas instantáneas, y cómo el objetivo enfoca los detalles que podrían parecer anodinos, y que no lo son, ni mucho menos. Un hombre tumbado, con la mirada en el techo, o en los escombros que le ha dejado el tiempo. El desorden de las cosas, la cocina sucia, el café, y el arco iris en el cielo. Las luces y las sombras, el peso y el paso de la vida. Imágenes de unas biografías. El tiempo que difumina lo que somos, poco a poco.

Christophe Agou se fija en algo más que la superficie de lo que mira. Enfoca el objetivo del alma y nos la ofrece nítida. Lo que es, lo que son y lo que somos. Los fantasmas y los recuerdos, la pena, la sonrisa, la desidia, la soledad a veces y el silencio donde viven unos cuantos sueños.

lunes 14 de febrero de 2011

El mejor poema de mi vida




¿La verdad? La verdad es que sigo vivo
e intento ser consciente de los días.
Y de las palabras de los poetas
(esa armonía que sueña conmigo),
y de la presencia de Dios
(dulce locura de amor que me resucita),
y de la alegría que vive en mis hijos
o en la mirada del cariño.
Así vivo. Porque admiro
en cada lance su maravilla.
¿La verdad? La verdad es darme cuenta
de que respiro por el alma,
de que cada día puede ser el mejor poema de mi vida.

domingo 13 de febrero de 2011

Carta a una amiga recién casada




Querida Mariana:


Amiga mía, querida amiga. Por fin. Tantas y tantas consideraciones sobre el amor, tanta inquietud del corazón. Y las dilaciones imprevistas. Y esas manos de Ulises en tus manos, y esas miradas juntas, y esas lágrimas puestas en común. Por fin, ya está. Ya te has casado. Y bailasteis con vuestras almas una danza que participa de la divina gloria; y no dejareis de bailar así durante toda vuestra vida. Juntos, pendientes uno del otro, amantes ante Dios y ante los hombres. Juntos. ¡Qué danza tan extraordinaria la santidad del matrimonio! Enamorados, juntos, una sola cosa. Mariana, tu felicidad, su felicidad: el gozo de abrazaros, de besaros los ojos y los sueños y el más mínimo pensamiento. Mariana, amiga mía, mi enhorabuena. Mi bendición de amigo que te quiere, de cristiano que reza por tu santidad y fidelidad y fortaleza. Imagino tu alegría y -conociéndote un poco- ese legítimo y hasta necesario poso de romanticismo.

Amiga mía. Mariana. Ahora estás viviendo unos momentos de ensueño. Que nadie te los toque, ni estorbe tu alegría: vuestra alegría. Guárdalos bien dentro, en esa intimidad donde está lo que más quieres, donde pones a buen recaudo los detalles y las caricias. Juntos, ya digo. Juntos. En esa unidad de cuerpos y en esa efusión de almas. Juntos (ese es el estribillo por el que hay que luchar día a día). Vuestro amor, que participa del amor de Dios, y que por lo tanto tiene un fundamento infinito, una gracia que viene del cielo. Mariana, acostúmbrate a mirar esa luz… No, mejor no te acostumbres nunca. No te acostumbres al resplandor sobrenatural que empapa tu vida, a la providencia ordinaria que te llena el corazón de Su certeza.

Mi enamorada amiga. ¡Qué prodigio el del amor! ¡Cuánta su fuerza! Dios, que os necesita. Juntos. ¡Qué vocación y qué embeleso! El tacto de las horas, juntos. La demora de los dos en Dios. ¿Te das cuenta Mariana? ¿Te das cuenta de lo que significa vuestro sí? La entrega, el servicio, la ternura. Y el perdón siempre. La confianza, la aurora, la sinceridad más desnuda. Y la sonrisa. Y la mansedumbre, y los regalos, y la sorpresa constante de las mañanas. Y el llorar y el reír juntos. Y el rezar juntos. Y el fregar juntos los platos o el suelo, y el contemplar más juntos aún las estrellas o una película de Hitchcock. Y esas manos de Ulises vislumbrando tu rostro, o tu pelo en pleno suspense sobre tu espalda.

Juntos. Mariana, más juntos todavía, hasta que respires con su alma y no puedas ya vivir de otra forma. En vuestra casa de Sevilla, o en la de Guadalajara de México. La casa, el hogar, el refugio, la decoración llena de colores, los libros a borbotones, esos cuadros sencillos, las imagenes de la Virgen y unas plantas (muchas plantas). Y la cocina donde haréis cuentas y pondréis a buen recaudo los inevitables desasosiegos. La casa encendida del poeta, el hogar luminoso y alegre que predicaba un santo. El fundamento de vuestra familia. Y los dos, muy juntos, fundidos. Y Dios, dentro. Dios conviviendo con vosotros. Cada vez más íntimo. Y la vida que irá fructificando. A base de amor y de cuidado, de confianza y de pureza.

Mariana, amiga mía, poco más puedo decirte. Lo único que quiero es que seas feliz y santa. Y otro tanto mi querido Ulises. Brindo por ello. Y rezo.

Un beso enorme.

sábado 12 de febrero de 2011

El asombro de la vida



Unos libros que quiero leer. Pero me queda el peso de la discusión de ayer. Y un artículo que quisiera escribir y que se queda en el mero título y en unas cuantas ideas. Se me llena la vida de pretextos. Sin darme casi cuenta me vuelvo raro, arisco en ocasiones. Se me llena la vida de inercias. Me dejo llevar por la luna o por la cadencia de unas piernas. Cada vez comprendo mejor a esos abuelos que sólo miran. Es sabio mirar las cosas, seguirlas con la vista hasta que sólo nos queda su recuerdo. Dejadme en este banco, dejadme a solas con este sol de febrero. Dejadme pensar, hilvanar sueños... Parece como si lo mejor ya hubiera pasado, como si lo que me quedara fuera un poco de nada. Nada, un poco de vida inerte. O consabida. Con los años hay menos asombros. Lo que yo daría por una sorpresa, por ver cumplido un sueño. Ir a una playa cuando no haya nadie. Y dar gracias a Dios por la inmensidad de Su amor con cada ola. Y respirar ese aroma de sal y agua. Y caminar sobre la espuma… Y quedarme perplejo de luz: iluminado de gracia. Estar dentro del milagro, sentir el alma cada vez más y más pequeña. O inmensa. Sentado en mi escritorio pienso lo que yo soy, y busco con la mirada algo que me ayude, una referencia que me espolee la esperanza. Quisiera saber amar, saber decir con más delicadeza el amor. O no decir nada. ¿Para qué? No hace falta. Amar, sólo amar. A solas. Con ella y con el mar. Sólo amar. Amarnos sobre la arena, y contemplar en silencio lo demás. Dar a cada cosa la importancia de su eternidad, de su realidad divina. Dejadme mirar más de cerca esa luz que se refleja ahora en el cristal. Esa luz que me da paz. Esa luz que minia el alma y minia el mar en el que pienso y sueño. La felicidad depende de los asombros, de la capacidad de asombrarnos. Y de soñar con el mar o con el compás de una música o con el amor que nos abraza. La vida es un no saber qué decir de lo que nos pasa, es admirar, sin más, las cosas; es adentrarse en el resol de la belleza, en el deseo que tenemos de acariciar el alma de una mirada. Eso, y mucho más que no acierto a vislumbrar con palabras.

viernes 11 de febrero de 2011

La agonía de las palabras




Cuando se desmoronan las palabras
debemos buscar al alma una nueva posada.
Cuando no importa el significado de lo que se habla
es que ya no sabemos la razón de nuestra vida.
Cuando las palabras no dicen la verdad de lo que miran
es que el hombre ha entrado en agonía.
Ya son muy pocas las palabras que dan la cara,
muy pocas las que se esfuerzan en una clara caligrafía.
Se extravían en extrañas circunstancias.
Las engañan y encizañan. Las usan como esclavas.
Y dejan de creer en si mismas:
evasivas e incrédulas, corsarias
de epitafios y consignas, de soflamas.
Adulan pero no dicen, entiniebladas.

Cuando se desmoronan las palabras
dejan un hueco y una medianía.
Y en el mundo un silencio lleno de fantasmas.
Las palabras se nos han hecho burguesas.
Viven acomodadas en la impunidad de la masa.
Las hay que hablan solas, ensimismadas en nada,
otras fingen tonta cultería, otras son zánganas
por naturaleza o conspiran contra la providencia.
Pero la mayoría calla
o se oculta entre el miedo o la ignorancia.
Como si el alma no fuera con ellas.
Como si la vida ya no existiera.
Mal asunto para la literatura.
Y un aciago porvenir para la ciudadanía.

jueves 10 de febrero de 2011

"Littera scripta manet"



Littera scripta manet” (la palabra escrita permanece). Y fundamentalmente en una dimensión que va más allá de la tinta, que es donde en verdad son legión las novelas en las que los libros, manuscritos o asimilados se alzan con el papel estelar o protagonista. En tramas de misterio normalmente. Uno diría que todo esto empezó con La Biblioteca de Babel de Borges y que Umberto Eco con El nombre de la rosa -donde el personaje Jorge de Burgos es trasunto del mismo Borges- lo popularizó. Pero en realidad nos deberíamos remontar a la misma Biblia -el libro de los libros- o a textos de Luciano o Petronio. Y podríamos seguir espigando en todas las grandes literaturas, desde Daudet a Jonathan Swift por ejemplo.

Recuerdo novelas de esta estirpe: El viaje de Baldassare de Maalouf, El club Dumas de Pérez-Reverte, El Embajador de Antonio Prieto (ese gran novelista casi desconocido) o Los amantes encuadernados de Jaime de Armiñán. O la estupenda La ladrona de libros, de Zusak, o La librería, de Penélope Fitzgerald, o 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. Sin entrar en todo tipo de ensayos donde el libro es el detonante de amores y discusiones y avatares y desconciertos. Los libros como desencadenantes de pasiones sin fin, como símbolo de una realidad que les trasciende y que a sus lectores intriga, como cifra de nuestra propia existencia.

Me gusta que haya escritores que me cuenten de los misterios de bibliotecas y librerías, y de los afanes de personajes bibliófilos o similares. Gente a la que le seduce leer y buscar más libros para intentar sacier esa sed, no tanto de coleccionismo como de lectura. Largas conversaciones de amigos, títulos que surgen, anécdotas, confidencias sobre escritores o sobre ese afán común. Libros y más libros que nos protegen a todos de la barbarire y de la decoración estrafalaria. Libros que cautivan la mirada y el alma, o la mirada del alma. Libros que narran nuestra propia historia. Sueños de unos grandes ventanales iluminando sus lomos, y yo sentado en un sofá chester, dilucidando si quedarme allí con Elias Canetti o salir al sol con el Robinson Crusoe en las manos. O quizá sentarme en el escritorio y acariciar simplemente la madera y la nostalgia intrínseca de la vida.

Me agrada que en las novelas haya personajes que me sugieran lecturas, y que se describan los pormenores de su afición por los libros, o los libros en cuestión, con sus portadas, poemas o ilustraciones. Que cuando salgan de viaje dichos personajes no se olviden de unos cuantos volúmenes en la maleta, que visiten en su trama nutridas librerías o esos puestos más sencillos (no hace falta que sea a orillas del Sena), o que conozcan en una biblioteca el enigma de la belleza de una chica. Y es que para un lector asiduo es placentero encontrarse con sus iguales, aunque sea en la ficción. Reconforta.


miércoles 9 de febrero de 2011

Un abrazo como Dios manda



Un sábado por la tarde. Con nuestros tres hijos. Mi mujer tejiendo una larga y amorosa bufanda roja. ¿Qué película vemos? La que se monta. Lo de siempre. Cada uno quiere una distinta. Yo sueño con poder ver de nuevo Tierras de penumbra o Regreso a Howards End o Mucho ruido y pocas nueces. “¡Por Dios, papá, déjalo estar!”. Vale, vale, me callo. Y me callé. Preparé unos bocadillos. Persistía la discusión sobre quién elegía. Entonces puse en práctica uno de los deberes más importantes del oficio de padre: cortar por lo sano. Y elegí yo la película, mientras escuchaba los consabidos murmullos que no acababan de fiarse del buen gusto del padre. ¡Ilusos! Pues sí, pese a quien pese elegí. Opté por una película estupenda, una de esas películas que te hacen sentirte mejor, que te hacen pensar en cómo está uno afrontando su propia vida. Una de esas películas donde el espectador se conmueve y quizá aprende a valorar un poco más lo que tiene en su propia casa. Pues no se trata más que de eso: de una familia. De la generosidad de unos padres, del amor por nuestros semejantes. Elegí ver The Blind Side (traducida en España como “Un sueño posible”). Una peli de la Warner Bros Pictures. Con una interpretación de ensueño de Sandra Bullock. Una mujer de mis años, una mujer nacida en Arlington (Virginia), una mujer sencillamente encantadora.

Mi familia acabó conformándose. Los murmullos y protestas se fueron apaciguando. “Antes de nada bendigamos la mesa”. “¡Venga papá…!”. ¡Qué impaciencia! Y comenzó la fiesta. Esa sintonía inicial, ese ir buscando una buena postura, esa última broma por mi parte: “¿La escuchamos en inglés?”. “¡¡¡Papá!!!”. Y la historia de la película iba calando. No se movía nadie. Ni un ruido. Una familia. La mía. Y la familia de la película, donde estaba muy claro que el centro de todo era el amor, el darse desinteresadamente, el no pasar de puntillas ante el sufrimiento ajeno, porque el sufrimiento nunca nos puede resultar ajeno, y menos a una familia cristiana. Es extraordinario lo que consigue una buena historia -en este caso basada en hechos reales-, lo que consigue un buen guión. Pero quería fijarme en un hecho de The Blind Side, algo pequeño, quizá sin más trascendencia, que me conmocionó desde la primera vez que caí en la cuenta. Algo tan sencillo como un abrazo. En un determinado momento Leigh Anne (el personaje que interpreta Sandra Bullock) le da un abrazo al grandullón Michael Other (protagonizado por Quinton Aaron). Ante el escaso entusiasmo de Michael, le interpela rápidamente Leigh Anne: “Michael, dame un abrazo como Dios manda”. Un poco más allá del metraje la situación es a la inversa. Leigh Anne se ha encerrado en el coche, no puede aguantar la emoción, quizá el dolor de separarse de Michael. Pero éste va hacia el coche, la llama y cuando la llorosa Leigh baja la ventanilla, Michael le espeta: “¿Y el abrazo como Dios manda?”. En esa escena se resume todo, está toda la película.

El abrazo como Dios manda. Este ha sido el principal mensaje que me ha transmitido esta gran película de John Lee Hancock. Desde entonces me abrazo a la gente siempre que puedo. A familiares y amigos sobre todo. Con un abrazo fuerte, que rodea el cuerpo de la otra persona con toda el alma. Un abrazo ancho, enérgico a la vez que sereno. Un abrazo callado, que no deja indiferente. Un abrazo como Dios manda, efusivo, intenso, que exprese por si solo el cariño y la necesidad que tenemos todos de amarnos, de sentirnos queridos. Y cuando paso por peores momentos o cuando siento que mi mujer está cansada o veo que lo necesita un hijo o un sobrino, en seguida necesito acudir al abrazo mientras digo: “Dame un abrazo como Dios manda”. Y te aferras a ese abrazo, y te sujetas bien a la esperanza que es siempre el amor, el cariño y el afecto. Como Dios manda que nos queramos, que nos ayudemos, que nos acojamos los unos a los otros. Para que no nos sintamos solos, para que vayamos al quicio de la vida. Y no nos olvidemos nunca de que el origen de lo que somos estuvo en un abrazo. Como Dios manda. Como Dios nos quiere.

martes 8 de febrero de 2011

Seamos realistas





Debo de ser un tipo raro.
Un tipo que prefiere el silencio
de un libro
al de la inopia o al de la siesta.
Un tipo que reza con poemas
para profundizar con más tino
en la divina esencia
o en la prosa que me espera en casa.
Un tipo, en definitiva, sospechoso de poesía,
que esgrime versos en defensa propia.
Decididamente un tipo raro.

O eso quisiera,
y es sólo que peco de soberbia.
Lo sé, no soy un buen ejemplo para nadie
ni para nada.

lunes 7 de febrero de 2011

La dictadura de los cretinos



Lo reconozco, estoy asqueado. Son tantas las cosas que en los últimos años me producen hartazgo que no sabría ni por donde empezar. Escucho palabras inanes que se repiten hasta el vómito, consignas maledicientes que ahorcan la esperanza de cualquiera, lugares comunes como formulación máxima de una sutil elocuencia, insultos políticos que son indicio de un pensamiento inexistente. La mala baba hace estragos por doquier -"la baba doctorada", que diría Girondo-, encorsetando los rostros en la consternación del grito, del aullido, del espasmo cerebral y lenguaraz. Damos ya por supuesto que nos presida la mentira, el engaño, sin poderse fiar uno de nada ni de nadie. El resentimiento se materializa en gestos huraños, en una grandilocuencia que detesta la virtud ajena y trapichea con lo mediocre. ¿La bondad?, una ingenuidad infantiloide. ¿La verdad?, una quimera metafísica abolida por la costumbre más insípida. El mundo al revés, en regresión ética globalizada, donde la estulticia (nacionalista o no) y la demagogia, en primoroso amancebamiento intelectual, son la vanguardia de una decadencia social y política evidente, caldo de cultivo perfecto para los trepas de toda calaña y condición. Nos podemos y debemos preguntar: ¿Son de verdad las prioridades del hombre la política, el poder, el remilgo del cuerpo, la avaricia del dinero o la popularidad fantoche? ¿Para cuándo la inteligencia, el esfuerzo, la templanza y la decencia del alma? Y aunque el mejor escribano echa un borrón digo yo que hora es de reaccionar, de significarse, de dar la cara por lo que uno cree. Cuanto antes, no vayamos a sucumbir a los embustes y proclamas del vigente despotismo cretino.

domingo 6 de febrero de 2011

El misterio del domingo




Un domingo más. De febrero.
El silencio es introvertido y escribo
en un folio algunas cosas del alma.
Al lenguaje le cuesta decir lo que respiro,
lo que amo, el porqué
sigo vivo.
¿Dónde están las palabras
que ahora necesito?
Lo sencillo es lo más arduo.

Este domingo es como todo:
un puñado de misterios que no me explico.

sábado 5 de febrero de 2011

"Poesía", de Luis Felipe Vivanco



Si ya de por sí escasean los buenos momentos para la lírica, los poetas que tuvieron que sufrir la guerra fratricida española de 1936-1939 y toda su posterior irracionalidad, conocieron una amarga desdicha difícil de calibrar todavía hoy. La verdadera ‘intrahistoria’ de aquellos años -Tiempo de dolor titulará Vivanco su libro de 1940- la encontramos en sus obras. Apuntará el poeta en su Diario: “Y desde la intrahistoria, exigencia de calidad y autenticidad histórica”. Luis Felipe Vivanco (1907-1975), aunque estudió arquitectura y con ella se ganó la vida, ya desde muy pronto cedió a la pasión literaria, publicando en revistas como “Los Cuatro Vientos” y “Cruz y raya”. Entrará en contacto con Luis Rosales y los hermanos Panero, Leopoldo y Juan.

Su aventura poética da comienzo con Cantos de Primavera (1936), libro de desbocada pasión amorosa, aunque ya, entre 1927 y 1931, compuso los poemas experimentales de Memoria de la Plata. Se suceden los libros: Tiempo de dolor (1940) que tematiza “una aguda crisis religioso-familiar”, “un desarreglo de los sentidos” y una muy difícil tensión social. Entre 1945 y 1965 escribirá los cuatro libros que supondrán el “largo esfuerzo” de Los caminos (1974) y que son un adentramiento, una poesía en gran medida religiosa, como él mismo reconoció. El libro mereció el Premio de la Crítica de 1975, premiando en él toda una larga trayectoria. Y Lecciones para el hijo (1961) y Prosas propicias, que no verá la luz hasta después de su muerte, en 1976. También se recogen aquí los Poemas en prosa, escritos entre 1923 y 1932, con redacción definitiva de 1970 y Poemas sueltos (1951-1962).

La poesía era para él, sobre todo, una afirmación de su querer, y un continuado agradecimiento. Se sabía depositario de increíbles maravillas que era preciso comunicar, acercar a los demás, contemplar con los demás. Ve la poesía como una bienaventuranza. Hasta ahora lo político y circunstancial parecía obviar lo sustancial, haciendo recaer en poetas como Rosales, Panero o Vivanco una extraña maldición. Deberíamos atenernos a los textos, a su calidad y cualidad estéticas, y por lo tanto éticas. En los dos volúmenes que recogen la Poesía de Luis Felipe Vivanco -editada por Trotta, gracias a Pilar Yagüe y José Ángel Fernández Roca- tenemos la oportunidad de comprender que la poesía está, o debería estar, muy por encima de las banderías humanas. Y una cosa: este libro es siempre una novedad absoluta.

viernes 4 de febrero de 2011

“Escuela de grandes orantes”




El hombre necesita rezar. Aunque blasfeme. El hombre necesita de la misericordia de Dios. Aunque se empeñe en negar la mayor. El hombre necesita vivir con esperanza. Aunque sacrifique sus mejores prendas al desengaño. El hombre necesita de su alma en gracia. Aunque quiera borrar el pecado de su conciencia. El hombre necesita volver a la casa del Padre. Aunque parezca que se lo pasa bárbaro en inhóspitas tristezas. El hombre necesita amar a Dios para entender un poco lo que se lleva entre manos. Aunque se sienta el dueño absoluto del mundo, el no va más del progreso. El hombre necesita mirar a Cristo en los ojos del prójimo. Aunque de ordinario el prójimo suela ser un estorbo. El hombre necesita despabilar su alma. Aunque la última tendencia es prescindir de ella. El hombre necesita escuchar a Dios. Aunque no crea en Él o diga que no tiene tiempo. El hombre necesita con urgencia de las cosas del cielo si es que quiere vivir con intensidad y gozo las de la tierra. Aunque prive el materialismo, que a la vez que se consume nos consume. El hombre necesita vivir las bienaventuranzas. Aunque sea más seductor el diablo con todas y cada una de sus pamplinas. El hombre necesita ponerse en presencia de Dios. Aunque se dude no poco de Su existencia. El hombre necesita considerar un crucifijo, el vía crucis de ese Cuerpo que comulgamos. Aunque se nos despisten los sentidos y la imaginación trajine en mil historias. El hombre necesita conversar con Dios de sus alegrías y penas. Porque somos Sus hijos y necesitamos dar con el sentido sobrenatural de nuestras vidas. El hombre necesita arrodillarse. Porque es la mejor perspectiva para adentrarse en el Corazón de Dios. Rezar. Dedicar un tiempo al amor de Dios. Rezar. Hacer un rato de oración. Ensimismarnos en Su voluntad. Esforzarnos, aunque la noche sea muy oscura y no sintamos nada. Rezar. Implorar a Dios Su gracia. Charlar de lo que nos pasa. Hacerle partícipe a Dios de sueños, afanes y miedos. Rezar. Considerar sus llagas y nuestra nada. ¿Qué hacer Dios mío, qué hacer? Postrarnos. Fijar el alma en el sagrario. Entrar dentro, abandonarse en la ternura de la Santísima Trinidad. Rezar. Muchas veces simplemente estar. O leer párrafos de algún libro piadoso, o versículos del Evangelio, o hasta algunos poemas de Lope de Vega o de José Luis Tejada. Y meditar y pedir y dar gracias. Contemplar, ser contemplativos. En el despacho, en la calle o viendo el telediario. En casa o durante un viaje. Comentarle al Señor los libros que leemos, pedirle Su opinión. Rezar. Estar pendientes de cómo está Cristo. Preocuparse de Su Sagrado Corazón, de Su Persona. Porque Cristo está vivo. Y llegará un momento en que ese diálogo será continuo. No sólo en el templo o en la iglesia, no sólo en ese tiempo concreto. La oración lo abarcará todo. La oración será nuestra propia vida. Será el impulso y el nervio, y la paz que nimba de belleza y de amor el horizonte. Su voluntad será la nuestra. Y el amor por las almas, y el desvivirse. ¡Cómo cambiará entonces todo! Ya no veremos igual las cosas. Ni la historia, ni la ciencia, ni la literatura o las artes. Ni siquiera el dolor o la muerte. La vida será amarle (o será una vida en balde). Rezar. Ese querer descansar en la intimidad de Dios y no desear ningún otro bien. La oración es la constancia en el amor. La oración es un ir enamorándose de Cristo. Y esta constancia, y esta fidelidad, y este abandonarse, y este amor que irá empapando todos nuestros sueños, pensamientos y actos, es lo que a la postre denominamos como santidad. Hay mil libros que desarrollan y tratan sobre la oración y el modo de vivirla, de realizarla, de ir mirando a Dios más de cerca. Me viene a la cabeza el extraordinario Tratado sobre la oración, de san Pedro de Alcántara (Rialp, colección Neblí). O el reciente Orar, con una selección de textos de san Josemaría Escrivá (Planeta-Testimonio). O 365 días con el Padre Pío, donde se reúnen extractos de cartas que el santo de Pieltrecina escribía a sus superiores o a distintas almas que él dirigía espiritualmente (editorial San Pablo), para que día a día -y siguiendo con bastante buen criterio en tiempo litúrgico- podamos rezar mejor, yendo más al grano de Dios. El goteo de publicaciones no cesa. Pero "Escuela de grandes orantes. Los santos maestros de oración", cuya edición ha corrido a cargo de Pablo Cervera (San Pablo) es una gozada espiritual. El ejemplo universal de los santos a la hora de ir profundizando en la entraña de Dios. Veintiséis distintos autores se ocupan de ir desmenuzando la espiritualidad y los entresijos sobrenaturales de la oración de mujeres y hombres que decidieron seguir a Cristo, y fueron fieles hasta el final. Sería imposible que estuvieran todos, pero los que están iluminan y animan las arideces, inseguridades y destemplanzas del lector que se está iniciando en ese camino de oración y de gracia. Santa Teresa de Lisieux, san Francisco, santa Teresa de Jesús, san Ignacio, Edith Stein, san Josemaría, san Francisco de Sales, san Anselmo, etcétera. El poder de la oración, los métodos, los grados de contemplación. La oración como manifestación de la misericordia de Dios. La oración como punto de encuentro, de comunión, de esperanza. Un libro, en definitiva, que nos ayudará a ser más agradecidos, que nos llevará a acudir a la intercesión de todos estos grandes santos, y nos librará de prejuicios y demás hipocondrías que acechan al alma. La cosa es bien simple. Lo expresa a la perfección san Josemaría Escrivá: “Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo”. Y como decía el Padre Pío -algo que ya tengo leído en san Juan de la Cruz-: “En los libros se busca a Dios, en la meditación se le encuentra”. Y en eso estamos.

jueves 3 de febrero de 2011

Incierta orilla (relato)


"Oh Dios. Tú que nos has hecho
Para morir, ¿por qué nos infundiste
La sed de eternidad (...)".
LUIS CERNUDA

I

Cuando Luis atravesó la linde y llegó a la otra orilla lo que vio le dejó perplejo, lleno de pasmo. Para empezar el color de las cosas era distinto, más transparente, como si nadie antes las hubiera contemplado. Era un recién llegado y sin embargo le pareció que volvía, que el paisaje que tenía ante sí formaba parte de él desde hacía mucho. Había estado allí antes, podría jurarlo. Lo que nunca pudo imaginar era que en semejante trance alguien como él llegara a sonreír, y lo estaba haciendo. Palpó su cuerpo, temeroso de haberse diluido en el éter de algún extraño limbo. Pero no, con él estaban sus piernas, sus brazos, su pecho, todo. Era él, entero y feliz.

Ya nada era fracaso. En su fuero interno no atisbaba ningún rastro de tristeza y por ello se sentía desconocido, en una realidad distinta, anhelada sin embargo durante tanto tiempo. Poco antes de quedarse dormido se había afeitado, y mientras duró tan propicia liturgia pensaba en el mundo que le había tocado en suerte vivir, tan agónico, tan absurdo, tan vulgar. Todo era noche, y el hombre se iba difuminando sin remedio en su propia y estúpida soberbia, verdugo de si mismo, agazapado en el desatino de su tosquedad. Había dormido muy poco. La lectura le distrajo durante unas horas, pero los recuerdos pudieron más, pese a que le quemaban la memoria como ácido.

A cada pasada de la cuchilla sentía el escozor en su inteligencia, desde donde brotaba una amargura pertinaz. Un mundo trastocado, quebradizo, muerto. Sí, lo recordaba bien, recordaba la tremenda locura de seguir creyendo que la felicidad existía detrás de lo vacío, superficial e indoloro. Y ahora se veía allí, inmerso en una armonía visible que penetraba cada uno de sus sentidos y los trascendía. No veía a nadie, pero una cercana presencia se iba apoderando de él a cada paso. Una presencia que dejaba un extraño aroma de piedad en su alma, como cuando era niño. Percibía que la belleza no era ya algo inalcanzable. Buena prueba de ello era que seguía sonriendo mientras avanzaba por un camino ribeteado de puntos de luz. Paseaba en paz, sin prisa, con la necesaria humildad de quien se sabe vivo y respira.

Poco antes de haberse quedado dormido, en mitad de la noche, había garabateado en su libreta unas líneas sobre la barbarie, la deshumanización, la falta de cultura o de cordura. Percibía el mal -toda su vida lo había sufrido-, su zarpazo, la tentación constante del desasosiego. Trató de ocultarse de mil modos, buscó refugio en amigos que le fueron desleales, volcó su corazón en amores que le traicionaron... Temía la trivialidad sobre todas las cosas, temía el mal gusto y la intransigencia, temía la ignorancia y la mediocridad. Recordaba que lloró porque sentía su impotencia y la soledad más estricta. ¡Cuántas veces había llorado en su vida!, ¡cuántas lágrimas le había costado escribir ciertas cosas! La vida superficial y la rutina le agobiaban, le impedían calibrar adecuadamente la dimensión del abismo.

Ahora, en esta orilla, era consciente de que durante mucho tiempo se equivocó, que la más cabal comprensión estaba en contemplar las cosas sin pretender entenderlo todo, que en lo sencillo estaba el secreto. Desde niño anduvo tras la belleza, con los ojos muy abiertos, en un esfuerzo constante por asirla e interpretarla, por hacerse uno con ella y atrapar para siempre el don de su alegría. Por ello le despreciaron. Aquella búsqueda era lo que en verdad le hacía diferente de los otros, tan embebidos en su vanidad. Supo que la belleza habitaba en la entraña del dolor y que todo lo demás era insensata palabrería, apenas unos gestos, nada. Había escrito versos como quien prepara el cauterio para la herida, ávido de olvido, consumido en el óxido de cierta costumbre, la negra costumbre del insulto, la ultrajante costumbre del silencio, la siniestra costumbre del exilio. Pero nunca había dejado de mirar con ojos de niño, nunca había dejado de amar.

Miraba los ojos de aquellas personas que pasaban a su lado, que vivían con él. Los miraba con ansiedad. Aquellas miradas se le representaban como memoria de unas vidas desnudas por completo de máscaras. “La mirada es quien crea, / Por el amor, el mundo”. ¿Por qué todavía la belleza le rehuía? Veía como se incendiaba en el aire y penetraba en su invisible resplandor todo lo visible, obrando el milagro, presintiendo una infinita bienaventuranza.

- Tu amor ha sido el germen de lo imposible. Por eso estás aquí, en esta orilla. ¿Recuerdas lo que le dijiste un día a Federico, lo recuerdas? Le dijiste “nada es superfluo...”.
- Sí, “nada es superfluo, todo es único, digno del más hondo conocimiento, digno de ser amado”.

Luis despertó del sueño. Se había quedado dormido después de afeitarse. La ventana de su cuarto estaba abierta y una suave brisa acarició su rostro. Las cortinas flameaban en señal de esperanza. Su mano derecha tropezó con el libro de Tennyson que había terminado de leer la pasada noche, pues la poesía tiene un poder reparador innegable. Las flores de los geranios, en la intensidad de su rojo, parecían desprenderse de la luz, como ascuas. Las palomas sobrevolaban la terraza en breves trazos grises. Sonó el teléfono.

- ¿Don Luis Cernuda?
- Yo soy.
- Tiene una conferencia desde España, le paso.

Pero él, absorto, apenas escuchaba. Se sabía llamado, sí, pero desde una orilla más incierta.

Aquella luz, aquella luz...



II


La llamada era una más de las muchas que recibía últimamente desde España. Todas ellas indicio no se sabe muy bien si de un tiempo nuevo o de su próxima e inevitable muerte. Luis se inclinaba más bien por esto último. Acudían al reclamo de los postreros versos, manuscritos o fotografías, preparados para incorporar a su curriculum estas migajas de miseria humana. Todo, todo era contradicción, hasta el último momento. Y ahora sólo quería pasear, poner en orden sus cosas, contemplar lo de siempre como si ya no hubiera próxima vez, soñar la realidad de una armonía clarividente y a ser posible eterna. Eternidad, palabra que asusta a mucha gente e inverosímil durante la mayor parte de su vida, pero que ahora tomaba para él un nuevo cariz. No se trataba de alta retórica ni de usufructo religioso. Era algo más cotidiano, como si hubiera convivido con ello desde que nació. Su anhelo de belleza, de felicidad, de perfección tenía mucho que ver. Paladeaba la palabra en su boca: e, ter, ni, dad, como un niño cuando balbucea. Y no sentía temor, al contrario, una paz misteriosa se apoderaba de él. Veía su obra a la luz no de la exactitud del lenguaje, de la melancolía, de la memoria, del desamor o de la rebeldía, no, la veía a la luz de la piedad -palabra hermosa donde las haya-, de aquella extraña piedad que se había ido apoderando de él mientras soñaba. La realidad y el deseo no podía ser sólo literatura, no debía serlo.

Se sentó al pie de un castaño de indias. Sintió la brisa en la fronda del árbol y la escuchó abstraído durante un largo rato. Un viejo estaba un poco más allá, mirando fijamente el suelo.

- Buenos días abuelo.
- Buenos días.
- ¡Qué bien se está aquí! Da gusto, ¿no es cierto? Algo tan sencillo como la brisa, un árbol y esta luz...
- Gracias a Dios, gracias a Dios.
- Vengo de muy lejos ¿sabe?, y estoy cansado de tanto caminar, de tanto ir de aquí para allá.
- ¿Qué busca?

Luis fijó los ojos también en el suelo, aspiró las fragancias del aire, espiró...

- La verdad, no lo sé muy bien abuelo, no lo sé, pero me gustaría preguntarle una cosa. ¿Me da su permiso?
- Adelante joven, adelante.
- ¿Existe la eternidad?

Se lo preguntó a bocajarro y como si de la respuesta de aquel abuelo dependiera el sentido de toda su vida. Por vez primera sus miradas se encontraron. Pasaron unos interminables segundos.

- Joven, creo que está usted en ella, sentado bajo su sombra.

Aquella misma noche Luis Cernuda escribió su último poema. Un poema que al día siguiente leyó a unos niños y que más tarde se perdió, tal vez con el trajín de la muerte.

miércoles 2 de febrero de 2011

“La tentación del fracaso", diario personal (1950-1978), de Julio Ramón Ribeyro. (Una relectura)



Nos pasamos la vida, reconozcámoslo, preguntándonos sobre el sentido de cada uno de nuestros actos. A pesar del ruido y de la prisa, a pesar del espejismo pragmático que nos rodea; a pesar incluso de nosotros mismos, queremos ver, alcanzar la entraña de las cosas. En este empeño sufrimos, efectivamente, la tentación del fracaso, del desánimo, del desasosiego “pessoano”. Nuestra existencia es puesta en vilo por el tedio, por el miedo, por la costumbre. Lo cotidiano nos arrastra, nos sumerge en un caleidoscopio donde el destello de nuestros deseos y sueños se confunde con lo febril de nuestra realidad. Cada vida es única e intransferible, un discurrir en el que pasado y futuro convergen en el tenaz empeño que es todo presente. Un presente preñado de vericuetos y laberintos, de trampas, palancas y mecanismos que hacen francamente difícil alcanzar un poco de felicidad. Somos memoria, pero también olvido. Es por eso por lo que algunos hombres escriben: para no perderse del todo, para no olvidar que un día su propia vida pudo ser verdad. Y todo esto es lo que uno se encuentra en la obligada reflexión que provoca la lectura y relectura de La tentación del fracaso, del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). La aparición de estos diarios, inéditos en España hasta la publicación en Seix Barral, supone un auténtico acontecimiento editorial. No es frecuente, en la avalancha de libros intrascendentes que nos ahogan, encontrarse con algo así, tan literariamente hermoso, tan verdadero. El gozo intelectual está asegurado. Pero el lector aplicado sabrá descubrir que el diario va más allá. Ribeyro lo llama “diálogo interior”. Se sabe en la encrucijada de su responsabilidad, aunque una y mil veces la “frivolidad de la bohemia” le ciegue y paralice el alma. Su escritura cartografía palmo a palmo una existencia -la suya, pero también la nuestra- que anhela, que busca, que intuye, que bebe, que lee, que sufre, que viaja. Lima, París, Madrid, Munich, Amberes, Berlín... La vida como viaje, y el diario que imprime cierto orden en su confesada pasión por el desorden. Un diario que es el índice de su obra -lean sus cuentos por favor, los tienen en Alfaguara-, un cuaderno de bitácora que nos deja constancia de su forma de trabajar, de sus lecturas y amigos, de sus apasionados amores, de su enfermedad, de toda una cosmovisión que traduce e interpreta nuestro mundo. José Miguel Oviedo -en la edición española de Prosas apátridas (1975), de Tusquets, que luego han sido reeditadas por Seix Barral- escribió que “todo, o casi todo, en la vida de Julio Ramón Ribeyro ha ocurrido como tratando de destruir al escritor que hay en él y nada, sin embargo, ha logrado destruirlo”. Pero la escritura de estos diarios demuestra que tras esa apatía, desgana y enfermedad se oculta el pulso de un hombre de acción, de un espíritu inquieto e intuitivo, ávido y voraz. La tentación del fracaso es la búsqueda de una redención, a través de una obra que se constituye como entidad moral. Hay en todas estas páginas una ascesis expresiva, y también vital, un desprendimiento de sí mismo, en pro de lo que realmente le importa: la perfección de su escritura. “El gran escritor –anota un 22 de marzo de 1977- no es el que reseña verídica, detallada y penetrantemente su existir, sino el que se convierte en el filtro, en la trama, a través de la cual pasa la realidad y se transfigura”. Todo esto nos lo explican muy bien Ramón Chao y Santiago Gamboa en sus respectivos prólogos. Y el lector encontrará en cualquiera de estas páginas algo que le sorprenda, que le desvele, que le sugiera, que le emocione. Llama la atención su querencia por los diarios íntimos, a los que dedicó años de estudio y atenta lectura. Manifiesta su preferencia por los de Amiel, Jünger y Kafka (pág.606). Y en un apunte de 30 de setiembre de 1955, en París, escribirá: “Creo haber encontrado la razón intrínseca de los diarios íntimos: tenerse a sí mismo por interlocutor.” No en vano son la historia de una soledad, y de una coherencia. Nosotros, lectores, le escuchamos con embeleso, conscientes de encontrarnos ante un buen escritor, ante uno de los más grandes. Compruébenlo.